Reflexiones de las familias a 30 años de la tragedia en el Sollunko

Reflexiones de las familias a 30 años de la tragedia en el Sollunko

1. Esperanza hasta el final

“Un grupo de andinistas tucumanos sufrió un grave accidente en Perú”. Esa fue la escueta información que transmitieron algunos medios de comunicación argentinos en la noche del 22 de enero de 1995, sin tener todavía datos precisos sobre quiénes eran las víctimas involucradas. Cuando noticias como estas llegan, quien las recibe siempre guarda con su último ruego la esperanza de que no le haya ocurrido nada malo a quien quiere. Y esto sucedió en la familia de Cristian Rivero Sierra.

La Pulga, como había sido rebautizado por sus numerosos amigos, tenía 25 años y era el segundo de cuatro hermanos cuando abandonó Tucumán para adentrarse en una nueva aventura con el Grupo Andino Montserrat (GAM). Egresado del Instituto Técnico y estudiante de Ingeniería Civil, no formaba parte de la agrupación hasta que un amigo lo invitó. Con gran entusiasmo y el espíritu aventurero que lo caracterizaba, aceptó participar en el proyecto.

Días antes de iniciar la expedición, el amigo que lo había convocado le comentó que no podría viajar. No fue impedimento para que Cristian terminara de armar su bolso, pidiera prestado algunos elementos de la indumentaria que necesitaría y partiera rumbo al Camino del Inca.

“Era una persona muy alegre que tenía una sonrisa hermosa, de oreja a oreja, muy amiguero y querido por todos. Era muy organizado y activo, que se daba el tiempo para hacer todas sus actividades”, lo recordó su hermana Flavia Rivero Sierra, en una entrevista con LA GACETA.

De madrugada

La primera noticia sobre el alud llegó a su familia la madrugada del 23, alrededor de las 2. “Mi mamá escuchó una noticia en la radio de que había un accidente en Perú. Me fue a despertar y me dijo: ‘es tu hermano el accidentado’. Yo le dije: ‘Mami, hay tanta gente que hace excursiones para Machu Picchu, tantos grupos de viaje, ¿justo van a ser ellos?’”, recordó.

Las siguientes horas fueron de incertidumbre aguardando a tener información certera, sumado a la lejanía que tenía la familia con la comunidad del GAM. A la noche siguiente, luego de haber realizado numerosas llamadas telefónicas en vano, la confirmación menos deseada golpeó las puertas de sus casas. “La verdad es que nunca imaginé que iba a fallecer, nunca se me cruzó por la cabeza. Siempre tuve la esperanza de que, si estaba atrapado, lo iban a encontrar porque sabía que físicamente estaba muy bien y podía resistir lo que fuera”, admitió.

Tras la confirmación, su hermano Fulvio Rivero Sierra viajó hacia Perú a bordo del avión Hércules para repatriar su cuerpo. Al regresar, su familia decidió velarlo en una sala privada, a la que decenas de personas se acercaron a darle su último adiós y expresar sus condolencias.

Pese al dolor, Flavia decide recordar a su hermano con alegría y con las anécdotas compartidas a lo largo de su vida. “Preferí enfocarme en saber que Cristian hasta el momento del accidente fue feliz -por comentarios de los sobrevivientes-, que disfrutó el viaje, que se divirtió y que incluso, sin ser practicante del cristianismo, participó de los rezos con los chicos. Eso me dejó tranquila y con eso me quedo”, reflexionó tres décadas después de la tragedia.

2. La religión como consuelo

“Gracias Señor por haber elegido mi hogar para cobijar un ángel”, fue la frase final con la que "Pepe" Lara se despidió en una carta de su hija Mariana Lara, una de las víctimas fatales de la tragedia del Sollunko, hace tres décadas.

La joven andinista tenía 18 años y acababa de terminar el cursado del secundario en el Colegio Montserrat. Como toda adolescente que se encuentra ante el vértigo de emprender una nueva etapa en su vida, Mariana se había anotado en la Universidad Tecnológica Nacional para comenzar a estudiar Computación; era 1995 y tenía todo el mundo por delante.

Pero antes de abocarse de lleno a la vida universitaria tenía un último deseo: viajar hacia Machu Picchu junto a sus amigos y compañeros del Grupo Andino Montserrat, con quienes ya había compartido varias excursiones exitosas a las montañas tucumanas. Como este viaje era especial, ya que se trataba de la primera expedición que realizaría fuera del país, se esforzó duramente durante 1994 para poder participar en la misión.

El ansiado día llegó y los 12 jóvenes partieron de Tucumán. La madre de Mariana, Dora Luna de Lara contó que, por cuestiones laborales, no llegó a tiempo para despedirla y confesó que, 30 años después, ese episodio sigue significando una espina difícil de remover de su mente y de su corazón.

El alivio del dolor

Sin embargo, tanto ella como su familia halló consuelo en Dios y en la religión para aliviar el dolor de su pérdida.

“Ya era tuya, Señor, aún antes de que naciera. Tus planes para con ella se cumplieron hermosamente; era una buena hija, buena hermana, buena compañera, pero sobre todas las cosas era una buena cristiana. Claro que no podía ser diferente, era una de tus predilectas, Señor. Como si eso fuera poco, como si tanto amor por ella no alcanzara, tú quisiste que no partiera sola; que en su camino a tu encuentro vaya acompañada de tus mejores hijos... los más amados; los que creían que cuando más alto suban, más cerca de tí estarán, Señor. Gracias Señor por mostrarles el sendero de esa otra montaña, la que sube hasta tu reino”, rezó el padre mientras realizaba el duelo por su hija.

Repasando algunas fotografías y cartas que Mariana les había enviado antes de llegar a Perú, Dora aún recuerda como si fuera ayer el momento en que tuvo que viajar junto a su esposo para traer de regreso a la provincia el cuerpo inerte de su hija. Entre los numerosos momentos, evoca un cartel con una frase: “Ellos no han muerto, van subiendo a la cumbre más alta. Cristo los espera”, con la que sus compañeros los recibieron al llegar al aeropuerto Benjamín Matienzo.

“Fue un cartel que duró para siempre, al igual que la imagen de Cristo”, manifestó Dora. La frase emocionó tanto a la familia Lara al punto que decidieron incluirla en la sepultura de Mariana.

“La verdad es que pasan los años y uno, con el paso del tiempo, se va aferrando a la fe y los recuerda con amor. Yo estoy segura que ella está en la cumbre más alta. Es una herida que voy a recordar siempre. No la estoy llorando; pronto sé que va a resucitar. Como dice la frase: ‘no han muerto, están vivos’, y sé que dentro de poco nos encontraremos”, reflexionó.

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3. Integridad en la montaña

Cuando a mediados de enero de 1995 Cristina y Ricardo Rodríguez se despidieron de sus hijos en Tucumán para viajar a Chile, no pensaron que perderían a uno de ellos en Perú. A sus 26 años, Sergio Rodríguez, el mayor de tres hermanos, había decidido guiar la travesía que emprendería el GAM desde Tucumán hasta Machu Picchu. Pero la potencia de la montaña que eligieron para hacer cumbre dejó truncos cientos de proyectos y el reencuentro con sus padres nunca llegó. En la reconstrucción de la historia tres décadas más tarde, una valoración es clara: el perfil de Sergio Rodríguez era la viva representación del ánimo solidario, puro y benevolente que predominaba en el grupo andino.

Un mes antes del alud se había recibido de profesor de geografía. Poco antes, su madre lo había acercado a Mario Sánchez –entonces profesor de la misma materia en el colegio Montserrat–, para que hiciera horas de observación de clases. “Yo lo recibí, le conté lo que hacíamos. Nos íbamos con un grupo al Taficillo y él se iba a la Laguna del Tesoro. Le pregunté cuántas veces había ido. ‘17 veces’, me dijo. ¡Claro, conocía todo!”, narra Sánchez años más tarde. Ese fue el inicio del camino que convertiría al joven en referente de sus pares.

“Sergio era el guía, pero más que nada era idealizado por los chicos. Era un líder total. Tenía pinta, tenía copas a nivel nacional y sudamericano en karate, era muy dulce para hablar. Era una persona muy buena”, rememora Sánchez. En la familia, era un chico alegre y para sus hermanos era un ídolo, según cuenta su madre. La confirmación de que tenía un espíritu siempre dispuesto a orientar a sus pares llegó en el testimonio de un puñado de personas que tuvieron la oportunidad de compartir con él y recordarlos para esta producción.

Montaña y más montaña

“Era un chico bastante especial para la época. Para él no existían boliches ni nada de esas cosas que sean diversión. Para él era solo montaña, montaña y montaña”, describe Cristina Gutiérrez de Rodríguez recordando a su hijo. Era un amante de las yungas y la cumbre. Conocía Machu Picchu y en Argentina había ascendido el Negrito y hasta el Aconcagua. “El atlético”, “el líder”, “el buen chico” son solo algunas de las adjetivaciones que se oyen al hablar de él.

“Sergio era un aventurero, pero era incapaz de arriesgar nuestras vidas por una aventura. Fue un accidente, no hubo responsabilidades”, dijo Pablo Toranzo Rossi, sobreviviente a la tragedia hace años. “Si tengo que morir, voy a morir escalando, porque esa es mi pasión”, repetía Sergio Rodríguez cada vez que hablaba de su incansable amor por la cumbre.

En la montaña no hay democracia, según los escaladores. Guía el que sabe y ese era Sergio. El GAM así lo aceptaba. Sin quejas, sin dudas. “Era un profesional, había recorrido muchos cerros y llevaba muy bien, con buena mano, con prudencia”, relató días después de la tragedia Constancio Sánchez, párroco de Montserrat. Ninguno de los entrevistados para este especial –ni familiares, ni especialistas– puso en duda la mesura y responsabilidad de Rodríguez. Por el contrario, lo recordaron con enorme cariño y respeto; una muestra de la integridad que conformaba al grupo andino.

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4. La unión hizo la fuerza

De los 12 expedicionistas del Sollunko, solo dos fueron invitados externos. Los 10 restantes se conocían desde hacía años y habían formado una comunidad entre ellos, y con decenas de personas que los rodeaban. José María Sánchez, uno de los más pequeños del GAM, tenía cuatro hermanos: todos pasaron por el colegio Montserrat. Lucila, una de sus hermanas –ahora profesora de la institución–, había sido íntima amiga de Adriana Rodríguez, otra de las víctimas del Sollunko. Por otra parte, Sergio Rodríguez, el líder del equipo, había hecho la primaria allí; Cristina Gutiérrez, su madre, había sido secretaria y así un sinfín de vínculos que unían a todos.

Tal vez este sea el mejor ejemplo de las formas misteriosas en que se tejen los lazos de la socialización y, en consecuencia, de la empatía. La familia de José María Sánchez fue el modelo que lo representó. “Algo que a mi me llamó mucho la atención fue un matrimonio que vino a saludarme al día siguiente que él falleció”, cuenta Aida Tejera de Sánchez, su madre. En cuanto la noticia se dispersó, una pareja se acercó a la familia. La mujer del matrimonio había sentido la necesidad de dar su pésame por una actitud valorable que había tenido el adolescente. “Usted no me conoce, pero yo vengo porque su hijo pasaba al colegio. Mi marido estaba afuera y conversaba con él, le contaba que estaba medio enfermo. Su hijo le preguntaba cómo estaba”, fue la presentación de la desconocida. “Son una de las cosas que uno a veces no sabe de sus hijos”, reflexiona Aida.

Acompañamiento interminable

La comunidad se tejió y en comunidad los padres pudieron llevar adelante la pérdida. Pero las andanzas de José María no dejaron de resonar con su muerte. Por el contrario, se enteraron de un perfil del menor de la familia que nunca antes habían captado. “Después de que él falleció nosotros empezamos a conocer otra faceta: cómo se comportaba en el colegio, cómo era como compañero. Me enteré de que era muy líder en su curso, que siempre se preocupaba por los demás, que era empático. Me di cuenta de que realmente era muy especial”, rememora emocionada Lucila.

Cuando llegaron los ocho cuerpos a Tucumán, una hilera interminable se formó a lo largo del parque 9 de Julio. Con paraguas en una mano y pañuelos blancos en la otra, los vecinos habían salido para despedir a los andinistas. El calor de los conmovidos corazones tucumanos transformó el clima gélido de la nieve en una tormenta que acompañó la procesión hacia el velorio.

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“Creo que conmovió a toda la provincia y al país porque eran personas muy jóvenes que habían hecho un viaje con mucho entusiasmo, con ganas de realizar una aventura, de lograr un objetivo y creo que muchos jóvenes se vieron reflejados”, sostuvo Lucila. “He tenido bastante compañía. Hemos tenido muchas misas, mucha gente que ha venido a saludar”, dijo Aida para valorar el apoyo comunitario.

Si cabe alguna reflexión a 30 años del alud que quebró familias enteras, la profesora Sánchez destaca: “Creo que las personas que fallecen muy jóvenes son almas que ya cumplieron su momento, su misión; que dejaron una enseñanza y llegaron a la cima más alta”.

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