

Hay recuerdos multidimensionales que no sólo traen consigo las imágenes del pasado, sino también perfumes, texturas, sabores y sensaciones que quedaron atrapadas en un paréntesis del tiempo. La primera vez que fui a la Casa Encantada, en las afueras de Humahuaca, me llevó mi papá, yo tendría unos 11 años y aquel fue mi primer contacto con el carnaval; no con el juego infantil de las bombitas de agua, sino con el carnaval de verdad, con esa fiesta esencial de la Quebrada de la que tanto habíamos escuchado hablar a los grandes y que hasta entonces parecía inaccesible. De aquella tarde nublada de sábado viene a la memoria el perfume de los ramos de albahaca, la severa ceremonia del juego de la taba, la magnanimidad de un hombre imponente que acercaba bebidas a quien se lo pidiera, las guitarras, las vía del tren y el talco que ardía en los ojos (las multitudes de hoy eran aún inimaginables, ni siquiera en las peores pesadillas). Aunque todavía no lo entendiese así, mi papá había abierto una puerta fabulosa y me había invitado a recorrer con él un camino que entrañaba una paradoja, que 30 años después ha renovado su vigencia: la de encontrar en algo tan efímero como una tarde de carnaval un hilo que nos encadena con aquello que perdura.
Los tiempos del carnaval han diluido sus límites, en clara sintonía con la época líquida que vivimos. En Jujuy arrancaron oficialmente ayer, con el Jueves de Comadres, pero hace una semana se celebró el de Compadres y en Maimará, enero se estrenó con la Chaya de los Mojones. En Tucumán, Ranchillos se adelantó y los bailes ya vienen atronando en el club San Antonio. Lo mismo ocurrió con algunos corsos y con varias fiestas. Más allá de esos caprichos, lo concreto es que se avecina un fin de semana extra largo y quizás sea una buena ocasión para reflexionar sobre lo que nos dicen estos festejos que van cambiando de fisonomía según la región y el momento histórico, pero que comparten una particularidad: son vertiginosos, desenfrenados, perecederos, pero se enraízan en tradiciones muchas veces insondables. Y, de ese modo, expresan uno de los grandes conflictos de nuestros tiempos: la tensión entre lo fugaz y lo persistente.
De la IA al desconcierto
La tecnología -necesaria, apasionante, implacable- ha acentuado el carácter perecedero de muchos aspectos de la vida, para bien y para mal. A tal punto que hoy buena parte de la sociedad asiste casi como un espectador pasivo a la irrupción de la inteligencia artificial generativa que, según los agoreros, dejará a media humanidad sin trabajo y, según sus promotores, nos facilitará la vida de un modo aún inimaginable. En el medio, millones de personas, desde líderes políticos, corporativos y sociales hasta ciudadanos de a pie, observan con desconcierto un fenómeno que aún son incapaces de asir, pero que avanza y se transforma permanentemente. De hecho, mientras las diferentes versiones de la IA se multiplican, nosotros aún no podemos encontrar una respuesta adecuada a una duda recurrente y cotidiana: ¿los chicos deben usar el celular en las aulas?
Así, los desafíos que enfrentamos a diario son complejos y variados: ¿cómo sobrellevar una charla sin distraer la atención hacia una pantalla donde están activas otras conversaciones al mismo tiempo? ¿Cómo pedirle a un chico que deje el teléfono o la tablet si nosotros somos incapaces de hacerlo? ¿cómo comunicarnos con un hijo y entender sus angustias, miedos y alegrías si no conocemos los entornos virtuales en los que se mueve? ¿cómo encontrar un equilibrio entre las reuniones de trabajo por Zoom o por Meet y las presenciales, y lograr que todas sean productivas y ágiles? ¿Cómo volver a aceptarnos tal como somos sin caer en la dudosa comodidad de enfrentar el mundo a partir de identidades digitales construidas para responder a las demandas de otros (sea una bolsa de trabajo digital, una red social o un sitio para citas)?
Cuando todo parece diluirse a nuestro alrededor, el calendario nos presenta la oportunidad de conectarnos con algunos valores que nos confirman como individuos. Porque el carnaval y sus tradiciones -nos guste festejarlo o no- funcionan como raíces invisibles que, a través de la cultura, nos vinculan con lugares, sabores, sensaciones, amores, alegrías, angustias y miedos que compartimos, quizás sin saberlo, con las generaciones que nos precedieron.
Desde el fondo del tiempo
¿Desde dónde nos llega el carnaval? Nacido como una fiesta pagana (algunos sitúan su origen en el antiguo Egipto), en la Edad Media fue incorporada al cristianismo como una especie de licencia previa a los ayunos y sacrificios de la Cuaresma. El paso de los siglos y el avance de determinadas culturas sobre otras la volvieron universal.
En Tucumán sus raíces son profundas. En 1826, el inglés Edmundo Temple registró en su diario de viaje el asombro que le generaron los carnavales tucumanos. Eran días de desenfreno, según el viajero, en el que las distintas clases sociales parecían borrar momentáneamente sus diferencias mientras arrojaban puñados de almidón y de harina a los ojos de los desprevenidos. Temple resaltaba el rol de los caballos, porque transportaban a personas que llegaban de todas partes y que se dedicaban, en muchos casos, a correr carreras por apuestas. Un poco más adelante, en 1832, el gobernador Alejandro Heredia intentó poner un poco de orden. Mediante un decreto prohibió “las correrías y los galopes por las calles”. En los dramáticos tiempos de la Liga del Norte contra Juan Manuel de Rosas, el festejo le ganó a la guerra, al menos por unos días. Mientras los ejércitos federales acosaban Tucumán, el entonces gobernador Gregorio Aráoz de La Madrid publicó un decreto que autorizaba la fiesta, pero prohibía los galopes por las calles de la ciudad y “cargar sable, cuchillo, puñal o pistola”. Corría febrero de 1841; en septiembre de ese año, el rosista Oribe triunfaría en Famaillá, señalando las horas finales de los líderes unitarios Juan Galo Lavalle y Marco Avellaneda, que serían asesinados poco después en Jujuy y en Metán, respectivamente.
En un artículo publicado en 1902, Justo P. Ávila describió los carnavales tucumanos de fines del siglo XIX. Según su relato, a las 9 de la mañana, la Policía disparaba un cañonazo que marcaba el inicio de las fiestas, que se extendían durante tres días. La característica principal eran los juegos con harina, almidón y agua, y el desfile de las comparsas. En aquel entonces, los disfraces se habían hecho habituales, al punto que se llegaron a prohibir los de militar y sacerdote. Quien infringía esta norma podía ser castigado con hasta 10 días de arresto. Ya avanzado el siglo XX, los corsos barriales se multiplicaron adoptando estéticas y ritmos inspirados en los carnavales cariocas. Hoy, los bailes multitudinarios como el de Ranchillos y, en menor medida, la Fiesta de la Pachamama en Amaicha son los que ocupan buena parte de la agenda. Mientras tanto, hay quienes se preguntan: ¿en qué rincón del tiempo quedaron las bombuchas y los juegos callejeros con agua que marcaron las infancias de los que crecieron en las décadas del 70, del 80 y del 90?
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Breve digresión: si fuésemos capaces de ponerle un perfume al paso del tiempo ¿por qué no elegir el de los archivos? Al menos, el de LA GACETA -donde están consignados los datos del párrafo anterior- huele a eso: a papel ocre, a tabaco y a madera, elementos que, por su naturaleza, representan lo opuesto al signo efímero que caracteriza nuestra época.
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Este fin de semana largo nos encuentra frente a una coyuntura compleja. El miércoles arranca un nuevo año lectivo, con todo lo que eso implica: el vértigo diario de llevar y buscar a los chicos en horario, organizar los pooles o prever el gasto del transporte público, endeudarse para comprar útiles, ajustar rutinas en búsqueda de que el tiempo escaso alcance para cumplir con las obligaciones... Frente a ese panorama profundamente estresante -al que se suman innumerables vicisitudes cotidianas- el carnaval nos interpela: ¿cómo vivimos? ¿bien, mejor que antes, con más comodidades, tecnología y salud, o las urgencias que estos tiempos salvajes nos imponen nos están afectando? ¿Es más acuciante hoy que en el pasado la necesidad de buscar una válvula de escape para aliviar las tensiones cotidianas en las que inciden indefectiblemente la inseguridad, la crisis económica y la degradación estructural de Tucumán? ¿Que los carnavales de Jujuy convoquen a miles y miles de personas de la región (entre ellos, innumerables tucumanos) es consecuencia de una buena campaña de promoción o de una urgencia por buscar nuevos estímulos y evadir el ruido de la rutina?
Juana Manuela Gorriti partió al exilio cuando tenía 16 años. Su padre, José Ignacio Gorriti (comandante de las tropas de Güemes, guerrero de la Independencia, congresal en Tucumán en 1816 y varias veces gobernador de Salta), pasó a Bolivia en 1831 con su familia perseguido por las tropas federales de Facundo Quiroga. Juana vivió casi toda su vida entre Bolivia y Perú, se dedicó a la literatura y fue considerada la primera escritora argentina. En el ocaso publicó “Tierra natal”. En esta obra relata su único regreso a Salta cinco décadas después de la partida y el reencuentro con un universo que ha envejecido, pero que parece haber estado esperándola. Sus páginas pueden funcionar como una alegoría que se ajusta a la paradoja de estos tiempos: ¿seremos capaces de ganarle la partida a lo efímero?