La familia Bibas y el horror

LA FAMILIA BIBAS. Yarden y Shiri, y sus hijos Ariel y Kfir, víctimas del horror, de la intención del terroristmo de destruir toda la cultura. LA FAMILIA BIBAS. Yarden y Shiri, y sus hijos Ariel y Kfir, víctimas del horror, de la intención del terroristmo de destruir toda la cultura.
09 Marzo 2025

Por Álvaro José Aurane - Para LA GACETA - Tucumán

No hay consuelo porque no hay palabras. Sólo hay horror: el horror del terrorismo. El horror del 7 de octubre de 2023, que vuelve una y otra vez. El horror encarnizado sobre personas. Sobre hombres y mujeres. Sobre niños y bebés. Sobre argentinos. Sobre seres humanos que profesan la fe judía.

El horror del secuestro de Shiri Silberman, y de sus hijos, Ariel Bibas, de 4 años, y Kfir Bibas, de 10 meses al momento del ataque. El horror de la muerte de los pequeños, asesinados con una crueldad infinita. La crueldad que tuvieron con el cuerpo de la madre: mintieron con que iban a enviar sus restos y terminaron enviando el cadáver de otra mujer, una gazatí, porque en el horror del terrorismo los seres humanos somos superfluos. Y el horror de Yarden Bibas, esposo de Shiri y papá de Ariel y Kfir, que ahora debe seguir vivo sin ninguno de ellos.

No hay palabras frente a este horror y, por tanto, no hay discurso posible. Pero no sólo por la atrocidad: no hay discurso porque, en un punto, la cultura, toda ella, es un texto. Y la atrocidad que presenciamos expone la manifiesta intención de destruir por completo todo cuanto somos. Es decir, toda nuestra cultura.

Límites de la cultura

El pueblo judío nació en un acontecimiento que es antropológicamente único en su tiempo: ese pueblo no se conforma en torno de un territorio, sino en torno de una ley. La Ley dada a Moshé, a Moisés, en el Sinaí. Esa ley es un texto.

Esa ley contiene una serie de mandatos. De mandamientos. Y entre ellos hay una serie de prohibiciones. Precisamente, Sigmund Freud supo definir que la cultura surge de tres prohibiciones específicas: la prohibición del incesto, la prohibición de la antropofagia y la prohibición del asesinato.

Donde rigen estos tres límites hay cultura. Donde rigen estos tres textos hay la posibilidad de construir subtextos. Subtextos que son valores. Que son formas de vida. Que son contratos sociales. Es decir, más cultura, y por ende más textos.

Lo que les han hecho al matrimonio argentino Silberman – Bibas, y sobre todo lo que les han hecho a sus hijitos, se encuentra fuera de eso que concebimos como cultura. Como está fuera de ella, está fuera de las palabras para abordarla. Fuera del discurso. En eso mismo consiste el infierno: en la incapacidad de razonar. Y sólo pensamos con palabras.

Por eso mismo, hay una cuestión por razonar, respecto de la cual ya no podemos seguir haciéndonos los otarios. Hace ya 21 años la planteó, sin ambigüedades, un ensayo de Carlos Escudé compilado en Siete escenarios para el siglo XXI, el libro del periodista y editor tucumano Daniel Dessein. Por confusión, por pereza o por hipocresía, hemos vivido reivindicando dos ideas irreconciliablemente contradictorias. En distintos momentos, hemos sostenido que todos los seres humanos somos iguales y que, en paralelo, todas las culturas son moralmente equivalentes.

Ya debiera quedar claro que todos los seres humanos somos iguales, entendiendo esa igualdad como igualdad de derechos, de oportunidades, de dignidades. Pero después de lo que hemos visto ya no quedan dudas de que no todas las culturas son moralmente equivalentes.

Por si la evidencia de lo hecho contra nuestros compatriotas no alcanza, quiero dejarles en claro una cuestión: a los que masacraron a Shiri, a Ariel y Kfir no los entrampa esa contradicción.

Para ellos, nosotros no somos iguales a ellos. Nosotros ni siquiera somos seres humanos. Nuestros hijos ni siquiera son personas. Hasta los animales tienen rituales sacrificiales más dignos en comparación con lo que hicieron con esas criaturitas. Y, por sobre todas las cosas, para ellos nuestra cultura de ninguna manera es equivalente a la que reivindican. Por el contrario, nuestra cultura occidental, nuestra civilización, debe ser aniquilada por completo. Debe ser reducida a cenizas. Y sus cenizas deben ser regadas al viento.

Para ellos, al respecto, no hay debate. De hecho, ni siquiera hay discurso. Ni palabras. Sólo terror y masacres.

Y si hablo de “nosotros” es porque un reduccionismo que se ha tornado insoportablemente violento desde el pogromo del 7 de octubre de 2023 consiste en que esto es “únicamente” contra el Estado de Israel o “solamente” contra las personas que profesan la fe judía. A los antisemitas, a los xenófobos, a los discriminadores y a los racistas, así como a los idiotas útiles que pregonan derechos a identidades que los terroristas a los que defienden persiguen y aniquilan, se los reconoce de lejos. Pero estos reduccionismos canallas se trafican y se inoculan con peligrosa sutileza.

Lo imperdonable

Los terroristas que perpetraron ese horror, que son los mismos que se ensañaron contra Shiri, Ariel y Kfir, quieren terminar con la sociedad civil tal como la conocemos. Esto no es contra un Estado ni contra una minoría: es contra nuestra civilización. Es contra todos nosotros. La causa de Israel es la causa de Occidente.

Esto, por cierto, no es una postura ideológica ni política. Es una convicción filosófica. La expone Jacques Derridá en una entrevista que se publicó con el nombre de El siglo y el perdón. Rescata allí un texto no exento de polémicas, “Lo imprescriptible”, publicado en 1971 por Vladimir Jankélévitch. En particular, repara en la reflexión respecto de los “crímenes contra la humanidad”, figura jurídica que surge en los Juicios de Nüremberg contra los jerarcas del nazismo, los criminales del Holocausto, los autores del mal absoluto. En definitiva, los perpetradores de “lo imperdonable”

Dice Jankélévitch, justamente, que esos crímenes son imperdonables porque no son contra enemigos, ya sean estos políticos, religiosos o ideológicos, sino porque son crímenes “contra la humanidad del hombre”. Son crímenes “contra eso que hace del hombre un hombre”. Son crímenes contra la capacidad misma de perdonar. Porque en contra de lo que dice el refrán popular, el perdón no es divino. Hay textos religiosos de dioses que perdonan; y otros de dioses que resultan impiadosos. En cambio, no hay nada más humano que perdonar.

Las aberraciones del 7 de octubre de 2023, la crueldad imperdonable contra Shiri, Ariel y Kfir, son por eso mismo crímenes contra nosotros mismos: no podemos perdonarlos. Y eso nos deshumaniza. Nos lleva hasta el borde de nuestra humanidad. Los terroristas nos dejan sin discurso, quieren despojarnos de nuestra cultura, nos quitan la capacidad de perdonar.

Por todo esto, nuestra propia creación literaria, los subtextos de ese gran texto que es nuestra cultura, también colapsa.

Lo único que queda

De lo mucho que escribió Jorge Luis Borges, me persigue hace tiempo, como un zahir, un pasaje de un libro de título proverbial: Otras inquisiciones. Forma parte de “Fragmentos de un evangelio apócrifo”, un poema escrito con estética de un texto del Nuevo Testamento cristiano. El “versículo” dice: “No hablo yo de venganzas ni perdones / el olvido es la única venganza. Y el único perdón”.

Pero después pasó lo del 7 de octubre de 2023. Y lo de mis compatriotas Shiri, Ariel y Kfir, y resulta que no puede haber olvido. Esto de ninguna manera puede ser olvidado. Y no puede haber perdón porque lo cometido es imperdonable. Ni tampoco puede haber venganza, porque nosotros, los argentinos, los occidentales, no haríamos con ellos lo que ellos han hecho con nosotros. No lo haríamos ni con sus hombres. Ni con sus mujeres. Ni con sus niños. Ni con sus bebés.

Nos pasa, otra vez, lo que Teodoro Adorno supo advertir: después de Auschwitz, ya no se puede escribir poesía. Nuestros subtextos naufragan. Nos queda, entonces, nuestra cultura. Y con ella, los textos que la fundaron: las prohibiciones y los mandatos que la cimentaron.

Nos queda la Torá, más bien una porción, una parashá, que en la Biblia cristiana recibe el nombre de Deuteronomio. Refiere a cuando Moshé, o Moisés, instruye al pueblo de Israel para designar jueces y policías en cada ciudad. Y les deja una instrucción de hierro. Una que hoy, a mí, me parece el undécimo mandamiento: “Justicia, justicia perseguirás”.

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