
Oigo por casualidad, en un documental norteamericano, a un viejo y curtido entrenador de agentes de la CIA confesar algo que llevo media vida sospechando y tratando de dilucidar: el elemento clave en la selección del personal de esta agencia (y de todas las que se le asemejan) es «la capacidad intuitiva para detectar el comportamiento fingido». He ahí el talento innato, casi animal e intransferible de un buen agente: identificar ese algo indefinido que delata a los simuladores. Los aspirantes a la CIA se enfrentan a sesiones de video que muestran grupos de personas en situaciones cotidianas (en un bar, en un centro comercial, en el abigarrado vestíbulo de una estación de trenes…) y deben indicar entre la multitud qué individuo presenta una actitud sospechosa. Un porcentaje ínfimo señala en todos los casos a quienes, en efecto, llevaban un pequeño objeto prohibido entre sus ropas, un invisible documento adulterado, o una intención secreta y maligna pergeñada en sus mentes. Cómo lo hacen sigue siendo un misterio, o el viejo zorro yanqui no nos lo quiere revelar.
Pienso entonces en el reverso de esta situación: en quienes tienen el raro talento inverso de ocultarse a la mirada experta o inquisitiva del otro, en quienes saben comportarse con pasmosa e inconmovible naturalidad en los momentos críticos: durante la seducción y la conquista de una pareja, en una entrevista de trabajo, en un examen o exposición ante un auditorio, durante las crisis que pueden acontecernos en medio de un atraco (seamos nosotros el atracador o la víctima). En una partida de póker. En una campaña electoral. En los controles de un aeropuerto, si escapamos de una dictadura o llevamos alguna sustancia prohibida... En fin, la soledad o el amor, la libertad o la cárcel, el éxito o el fracaso y hasta la vida o la muerte pueden depender del pleno dominio de la naturalidad del comportamiento. ¿En qué consiste?
En una especie de amortiguamiento, de aislamiento emocional, un escepticismo del cuerpo ante las circunstancias que se manifiesta en una postura erguida aunque relajada de los hombros, un caminar con las manos sueltas, olvidadas junto al cuerpo, la mirada serena, el rostro impasible, un tanto bobalicón o distraído... Una serie de rasgos muy fáciles de decir, pero sumamente complicados de llevar coordinadamente a la práctica. Pero sobre todo imposibles de transmitir o enseñar a otros… Porque, si hay algo que no se puede preparar mediante cursos y entrenadores es, precisamente, el comportamiento natural y espontáneo. Estaríamos ante una evidente contradicción: actuar con naturalidad siguiendo pasos premeditados, normas o principios establecidos por otro, como intentan algunos políticos.
Casos extremos
Lo hemos visto en alguien como Horacio Rodríguez Larreta, un ejemplo vivo de esta situación. Es sabida la dificultad de Larreta para asimilarse al comportamiento estándar: algo para muchos tan simple como caminar o sonreír a cámara atraen hacia él un aluvión de sospechas, y ha intentado corregirse apelando fatídicamente a «profesionales». El fracaso de Larreta, cuyo séquito de asesores no consiguió que en los spots publicitarios saludara a un vecino o compartiera un asado sin que pareciera un burdo engaño, muestra a las claras la dimensión del problema. Cómo algo así puede condicionar de tal manera una carrera política.
O potenciarla en demasía, si se tiene el mencionado talento, como en el caso de Milei. Mientras Larreta es incapaz de comportarse con naturalidad, Milei emana como nadie una autenticidad arrolladora y sin filtros, pero carece, por contrapartida, de aquello que tanto se valora en la CIA: el radar innato para los impostores, farsantes, chantas y vendehumos. Ataca, en consecuencia, a enemigos equivocados, de sus propias filas o de huestes afines, y permite que se le cuelen en el núcleo del poder personajillos de la peor calaña.
Una y otra impericia son la cara y la cruz de nuestra vida política, que es una moneda doblemente funesta. Pero también repercute en nosotros, en todos, la capacidad o incapacidad para comportarnos con naturalidad y detectar la impostura. Y es la lucha soterrada que atraviesa desde siempre la vida literaria.
Naturalidad y literatura
Porque el lector inquisitivo ―y no digamos el odioso crítico― abre el libro y enciende sus radares; afina los sentidos y se dispone a detectar plagios, imitaciones, influencias, copias, trucos y golpes de efecto conocidos, rastros de lecturas, todo el material literario traficado por el autor y de procedencia ajena y mal digerida. Y el autor, por su parte, intenta ocultarlo todo, hacer como si no pasara nada y simular, con mayor o menor maestría, que esas frases que utiliza han surgido solas, espontáneas, tan propias, y fluyen del alma como un arroyo de serpientes. Y en eso más o menos consiste el juego.
© LA GACETA
Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.