
Por Sergio Fernández. Jefe de diseño y fotografía
El acto de la selfie nos convierte en parte del momento o la situación. De alguna manera, tomarla nos hace partícipes de la acción que está ocurriendo, no solo testigos. Nos coloca dentro del cuadro, como protagonistas activos del instante.
¿Por qué nos reímos? Tal vez tenga que ver con la génesis de este gesto. La selfie nació como una forma de participar en momentos que queremos compartir, instantes de los que deseamos formar parte. Podría decirse que, en nuestros genes digitales, ya está incorporada la sonrisa como parte de ese ritual.
En este afán de testificar nuestra presencia en determinados lugares, llegamos incluso a sacarnos una selfie frente al féretro del papa Francisco, sonriendo. Una sonrisa que, quizás segundos después, se transforma en una mueca avergonzada por la torpeza del acto, por la contradicción entre el contexto solemne y la necesidad impulsiva de estar ahí, de decir: “yo estuve”.
Ese gesto espontáneo, casi mecánico e inercial —limpiar el lente de la cámara del celular, buscar la mejor luz, el mejor perfil— incluye, sin que lo decidamos del todo, la sonrisa. Aunque esa sonrisa no siempre exprese fielmente lo que estamos sintiendo, parece ser parte inevitable del guión.