Había una vez, en un pasado tan lejano que apenas podemos imaginarlo, un pequeño objeto de barro. Los arqueólogos que la encontraron al excavar en ruinas antiguas, afirmaron que no era una herramienta ni un adorno, sino una figurita de barro con forma de animal en miniatura. Fue creado en la antigua Sumeria para que un niño lo llevara en su mano. Fue el primer esbozo de algo que nos acompaña desde siempre: los juguetes.
En América, antes de la llegada de los europeos, los niños también encontraban maneras de inventar mundos. En Mesoamérica se descubrieron pequeñas figuras de caballitos o animales diminutos de cerámica montadas sobre ruedas, que podían desplazarse. Eran invenciones hechas para correr por el suelo de las aldeas, demostrando que la rueda podía existir, aunque sólo para la fantasía infantil.
Por otro lado, en el Antiguo Egipto, los juegos eran tan diversos como su cultura: muñecas de madera con brazos móviles, pelotas de cuero y canicas de piedra. En Grecia, hacia el año 500 a.C., los chicos hacían girar yo-yos de madera o arcilla, y en China volaban cometas que pintaban de color el cielo. Cada civilización sumaba un nuevo capítulo a la historia del juego.
Con el paso de los siglos, los juguetes cambiaron de forma, pero durante mucho tiempo siguieron siendo objetos únicos, creados a mano y pensados para durar. La gran transformación llegó en el siglo XIX, con la Revolución Industrial: las fábricas comenzaron a producir trenes de hojalata, muñecas articuladas, peluches y rompecabezas a gran escala. Por primera vez, el juguete dejó de ser un lujo reservado para pocos.
Pero todo cambió aún más cuando, en Alemania, una mujer llamada Margarete Steiff —que, a pesar de haber quedado con dificultad para caminar a causa de la poliomielitis— hizo un pequeño taller de costura en 1880 que luego, se transformaría en empresa de juguetes. Usando patrones de tela que encontró en una revista, empezó a crear pequeños animales de fieltro para regalar a niños.
Sus objetos florecieron aún más cuando su sobrino Richard Steiff, quien se convirtió en diseñador, visitaba el zoológico y observaba cómo se movían los osos. Inspirado por esas imágenes, en 1902 creó un tierno oso de felpa, con brazos y piernas articuladas: el “Bear 55 PB”.
Al mismo tiempo, en Estados Unidos, el presidente Theodore "Teddy" Roosevelt fue invitado a una cacería, pero se negó a disparar a un oso cautivo: su gesto fue retratado en un dibujo en The Washington Post, y se volvió viral. Un comerciante llamado Morris Michtom vio ese dibujo y decidió colocar en la vidriera de su juguetería un oso de peluche y, con permiso del presidente, lo llamó “Teddy’s Bear.” El juguete fue un éxito rotundo desde febrero de 1903.
Además, a comienzos del siglo XX, la llegada de nuevos materiales revolucionó la industria. El plástico —primero el celluloide, luego la baquelita y más adelante versiones más resistentes— permitió crear piezas ligeras, coloridas y mucho más económicas. Esto abrió el camino a una explosión de creatividad: muñecos de vinilo, coches de fricción, cocinitas en miniatura.
Un día, un fabricante danés llamado Ole Kirk Christiansen perfeccionó un sistema de ladrillos encastrables llamado Lego, que animó a construir mundos propios pieza a pieza. Casi al mismo tiempo, una masa maleable creada originalmente como limpiador de papel tapiz empezó a venderse como juguete infantil: Play-Doh. Con sus colores brillantes y su textura blanda, abrió la puerta a que millones de chicos moldearan figuras, animales y escenarios con sus propias manos. Y fue en 1959 cuando una muñeca de largas piernas, melena rubia y mirada confiada apareció para cambiarlo todo: Barbie, que ofreció un nuevo tipo de juego y relatos posibles.
Pero los juguetes no solo entretienen, también cuentan quiénes somos y qué soñamos. En plena era espacial, los kits de química, los telescopios para niños y los muñecos astronautas poblaron las tiendas. Así mismo, durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados de juguete y los juegos patrióticos inundaron los hogares. Cada época dejó su huella en los objetos con los que crecieron sus niños.
Y fue a mediados del siglo XX, que el marketing se convirtió en un motor fundamental para la industria del juguete. La llegada de la televisión permitió que las marcas entraran directamente en los hogares con publicidades que mezclaban color, música y narrativas irresistibles para los niños. Personajes de series, películas y cómics comenzaron a protagonizar campañas. Algunos juguetes nacían directamente como productos licenciados para acompañar estrenos. La publicidad no solo vendía un objeto, sino que construía un deseo, un imaginario y, muchas veces, un símbolo de estatus o identidad.
En 1977, la diversión dio un salto digital con la consola Atari 2600, que popularizó los videojuegos en casa. En 1989, Game Boy hizo que miles de chicos —y también adultos— llevaran aventuras en el bolsillo, jugando en cualquier lugar. Desde entonces, los videojuegos conviven con los juguetes físicos, y muchas veces se complementan: un muñeco puede tener su versión virtual, y un juego de consola puede inspirar su propia línea de figuras.
En los últimos años, una parte del mercado comenzó a mirar hacia atrás para rescatar lo mejor de lo tradicional: juguetes simples, duraderos y fabricados con materiales responsables como madera certificada, algodón orgánico o plásticos reciclados. Esta tendencia se alinea con la economía circular, donde la reutilización y el intercambio son protagonistas. Ferias de segunda mano, grupos de trueque y talleres familiares invitan a darles nueva vida a juguetes en buen estado o a crearlos desde cero con materiales reciclados.
Incluso en la era de la realidad aumentada y la inteligencia artificial, cuando los juegos parecen más sofisticados que nunca, están de vuelta las raíces. Nos recuerdan que, sin importar el formato, el espíritu del juego sigue siendo el mismo que en tiempos del animalito de barro sumerio: encender la imaginación, permitirnos explorar y enseñarnos que jugar es, también, una manera de entender el mundo.
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