La literatura que sangra

La literatura que sangra

No había otro biógrafo posible para Justo Suárez. El primer ídolo auténticamente popular que forjó la Argentina demandaba esa respiración urgente y agitada que Enrique Medina viene transformando en literatura desde hace más de medio siglo. Suárez pedía a gritos a Medina y Medina siempre requirió personajes como Suárez para liberar la intensidad vital de su escritura. Eso es Torito (Alfaguara, 2025): una estrella intensa y fugaz, la épica de un latido. La vida efímera del campeón amado y traicionado amasada por el más adecuado de los autores

Guillermo Monti
Por Guillermo Monti 09 Noviembre 2025

A trompada limpia, Luis Ángel Firpo hizo volar a Jack Dempsey del ring. El árbitro demoró la cuenta y, en lugar de descalificar al campeón mundial, le permitió volver al combate y ganarlo por nocaut. Fue el primer gran robo sufrido por nuestro deporte, piedra fundacional de la eterna victimización argentina. Firpo era el “Toro de las Pampas”, su heredero no podía ser otro que el “Torito”. Pero a diferencia de Firpo, aclamado y respetado estandarte de la naciente argentinidad, Suárez venía desde mucho más abajo. Del corazón de Mataderos, puro barrio en esa Buenos Aires cuasi políglota y multicultural nacida de las oleadas inmigratorias. Suárez representaba el milagro boxístico por excelencia, el don nadie que a fuerza de puñetazos escala hasta la cima.

Un cliché de carne y hueso. Fue el primero de esa estirpe en el país; lo sucederían muchos. A esa historia, de por sí excitante, la potenció el drama de la caída. El dolor, la miseria, la muerte joven. Ganancia neta para la pluma de Medina.

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Para contar a Suárez, Medina adopta un punto de vista femenino. Es Rosalía, la hermana-confidente-asistente-sostén emocional del campeón la que narra el cuento. Lo hace, claro, “a lo Medina”. Rosalía salta de acá para allá en el tiempo, trasuntando una amorosa nostalgia por la gloria perdida. La de su hermano y la suya desde que se revela como cautivadora artesana del recitado, fiel seguidora de Alfonsina Storni y de Berta Singerman. Medina pone en papel la tumultuosa y dispersa oralidad de Rosalía, albaceas de la memoria de Suárez a partir del tropel de fechas, rivales y anécdotas que va disparando con un melancólico desorden. Al reconstruir la vida de Suárez desde la óptica de su fanática absoluta, Torito se convierte también en un tributo.

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Suárez no llegó a los 30 años, devorado por la tuberculosis, ese “mal de los pobres”; Medina, en cambio, permanece. Ya va por los 87, siempre escribiendo desde los márgenes, devolviendo como herida abierta aquello que la sociedad prefiere ocultar o estetizar. Desde Las tumbas hasta El Duke, pasando por Solo ángeles y El último argentino, Medina sigue fiel a la definición de Beatriz Sarlo: “es el novelista que supo oír la materia sonora de la calle y llevarla, sin moderación, al interior de la literatura”.

Medina no documenta la realidad, la hace estallar; Justo Suárez tampoco documentó su época, sino que la encarnó. Fue el campeón del arrabal, símbolo antes que producto. Un mito inmediato con destino trágico. Lo consignó Rodolfo Walsh: “los héroes populares en la Argentina se mueren jóvenes o desaparecen”.

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Desde el subsuelo social, en la mitad de una prole de 25 hermanos, Suárez trepó con más ferocidad que estilo. Como la literatura de Medina, fue siempre al frente, descuidando los flancos, obsesionado por arrollar al adversario/enemigo. Ganó peleas y fortunas llenando estadios, hasta alzarse con el título sudamericano de los livianos. Le quedaba seguir la estela de Firpo triunfando en Estados Unidos y allá fue, a la meca del boxeo. Y allí sucumbió ante Billy Petrolle, “El Expreso de Fargo”, consecuencia de un nocaut inapelable.

Luego todo fue cuesta abajo en la rodada.

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Ricardo Piglia leyó a Medina dentro del linaje de los escritores que trabajan con lo popular sin domesticarlo (“donde la calle no se usa como decorado, sino como condición del mundo narrado”). En esa línea, Torito es la novela del cuerpo derrotado por el propio exceso. Una fragilidad confesada desde adentro. Es literatura que transpira y, por supuesto, sangra.

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Para explicar a su hermano, Rosalía desmenuza el entramado de relaciones: la omnipresencia de José “Pepe” Lectoure, uno de los creadores del Luna Park; el peso de la familia; el mal camino trazado por los amigos del campeón, ese por el que Suárez se dejó llevar; la gloria y la riqueza transformadas en olvido y carencias. El telón, generosamente descripto por Rosalía, es el de Buenos Aires y sus protagonistas. Suárez combate a la vista del dictador José Félix Uriburu, con los herederos al trono inglés en el ring-side: Suárez comparte una velada con Carlos Gardel, quien le canta el tango “Muñeco al suelo”, ese que lo tiene por héroe excluyente. Medina pinta el cuadro con todos los colores y así Torito queda firme como fresco de la época. Y está, claro, el melodrama representado por Pilar Bravo, la esposa que, al abandonarlo, hundió a Suárez en la desesperación. Una tapa de la revista El Gráfico muestra a Suárez y a Pilar en primer plano, como estrellas de cine. Ella, una ignota telefonista elevada a la fama, luce preciosa en esa foto. Cuentan que, a la vuelta de los años, terminó perteneciendo a la nobleza europea.

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Y está el otro Torito, claro, el primero. El clásico. Julio Cortázar publicó su cuento en “Final del juego” (1956) y allí el que habla es Suárez, entonces Lectoure es “el patrón”, Petrolle “el rubio”, Rosalía “la hermanita” y Pilar “ella”. El de Cortázar es el Suárez póstumo, cercano al final, solitario y sumido en atropellados recuerdos, entre toses y sueños esquivos. No hay deporte más literario, musical y cinematográfico que el boxeo.

Le cabe lo de cortazariano a la descripción. Respetuosamente, a la distancia, Medina lo subraya.

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En la narrativa deportiva convencional, el relato suele descansar en la victoria final; en Medina, la victoria ya es pérdida desde la primera página. El ascenso de Suárez no se cuenta como promesa sino como condena. Vencido sobre el ring, estafado hasta quedar en la ruina, abandonado por el amor de su vida y tuberculoso, así culmina el derrotero del ídolo. Pero la fulguración de Suárez fue un fenómeno deportivo y social. Peleaba y ganaba, aunque no se trataba de eficacia, sino de procedencia. Venía del barro y del baldío, y eso lo volvía representante involuntario de un país todavía atravesado por la pregunta de qué significaba “ascender”. Entonces la enfermedad no le quitó el aura, solo la volvió trágica. El mito se deshizo en vivo. Suárez murió en Córdoba el 10 de agosto de 1938, y al llegar a Buenos Aires sus restos fueron capturados por la multitud. El ataúd, llevado en andas, terminó en el Luna Park. Se materializó así un gigantesco e improvisado funeral, con el dolor de un pueblo expresado en las calles. Esa agonía, mezclada con épica barrial, generó la textura humana que Medina supo leer.

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De Pascual Pérez, el primer campeón mundial argentino, se decía que fue víctima de mujeres rápidas y caballos lentos. José María Gatica, otro ídolo popular biografiado por Medina, jamás se ciñó un título. Un hilo histórico los conecta con Suárez. Los tres disfrutaron la gloria y la opulencia, los tres devinieron en ángeles caídos. Medina se inserta en este imaginario, al igual que su admirado Leonardo Favio, ¿o no se agita en Las tumbas el fantasma de Crónica de un niño solo? Favio, Medina, Suárez, Gatica; todos se alimentan de una poética del exceso y se tornan necesarios.

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En un sistema literario que a veces se propone domesticar lo áspero -afortunadamente sin lograrlo-, Medina siempre fue una incomodidad. Para un escritor tan prolífico, prohibido durante la última dictadura militar, el ninguneo del canon, de la crítica o de la academia es toda una cucarda. En ese sentido, comparte el registro con, por ejemplo, Osvaldo Soriano. Será porque Medina narra como si viviera sobre el ring: pega. La sociedad literaria, acostumbrada a preservar prestigios, mira a Medina con recelo. Demasiado popular, demasiado desprolijo, demasiado brutal en su estética como para acomodarlo fácilmente entre “lo consagrable”. Será porque no describe la periferia, sino que habla desde ella. No la observa, la habita. No podía ser otro el biógrafo de Torito. A fin de cuentas, la literatura que sangra es la que queda.

© LA GACETA

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