Por Roberto Delgado
08 Octubre 2010
BREVE ENCUENTRO. Vargas Llosa, entre Roberto Delgado, actual prosecretario, y el entonces secretario general de LA GACETA, Álvarez Sosa. LA GACETA / ARCHIVO
"Vas a entrevistar a Mario Vargas Llosa". Era el 19 de diciembre del 95. Un hormigueo me sacudió. Palpitaciones. Inquietud, la emoción de estar frente a una personalidad planetaria.
¿Qué le pregunto? El hombre visitaba Tucumán en rol de político pero el que irradiaba fascinación era el maravilloso narrador, el gran estudioso de "La orgía perpetua", el puntilloso relator de la odisea de Canudos en "La guerra del fin del mundo". ¿Le pregunto sobre la actualidad o sobre el hombre universal de sus obras? ¿Sobre la revolución y sus posturas al respecto?
Me surgió la emoción de lo personal: el primer personaje que aparece en "La casa verde" tiene mi nombre. ¿Qué diría Vargas Llosa sobre eso? Imposible hacer esta pregunta sin convertir la entrevista en una egoísta charla de café.
Me vinieron los personajes: "Pichula" Cuéllar y su drama de chicos salvajes; el viaje de Pantaleón y las visitadoras o la tragicomedia del escribidor, que nos dispara el pánico de los artistas, de los escritores y de los estresados, de llegar a confundir un día personajes, historias y tiempos.
Preparé una serie de preguntas. Tenía una entrevista exclusiva en la habitación del hotel. Fui junto al entonces secretario general de Redacción Arturo Álvarez Sosa y Vargas Llosa nos recibió protocolar y serio -se me ocurrió que parecía más inquieto que yo por la entrevista-, flanqueado por una secretaria que nos iba a marcar el tiempo.
Me sorprendió con una fuerte referencia literaria: sabía de la existencia de Tucumán a partir de su lectura del "Lazarillo de ciegos caminantes", de Concolorcorvo (un libro obligado de los estudiantes de Letras), por lo que Tucumán para él era una palabra que se asociaba a cosas históricas, a la literatura, a la colonia, a la independencia.
Me entusiasmé. "Vamos a hablar de lecturas", me imaginé. Yo no me acordaba de Tucumán en la obra de Concolorcorvo, sino de que el libro criticaba la dejadez de los gauderios que cazaban vacas, las carneaban y abandonaban los restos en el campo (nada que ver con la imagen nacional del gaucho). Pero Vargas Llosa pasó del Tucumán colonial a las revoluciones y a la política. "Las revoluciones son muy atractivas para la literatura... (pero)... en la realidad, en la vida social, en los procesos históricos, la violencia es atroz", dijo, para explicar cómo se había vuelto liberal. Habló luego de la cultura y del valor de las ideas.
Apenas restaba tiempo, porque luego venía la conferencia de prensa. La secretaria nos miraba inquieta. Arturo quería también hablar con él de escritor a escritor, y con su sola pregunta se clausuró la entrevista.
Me quedó el hormigueo descontrolado, la emoción fuerte y muchas preguntas sin hacer. Sobre todo, la de la charla de café. Después pensé que mi inquietud personal no se iba a satisfacer en ese ámbito serio: nadie le había dicho -o él no lo había advertido- que el periodista que lo entrevistaba se llamaba igual que un ignoto personaje de una de sus novelas.
¿Qué le pregunto? El hombre visitaba Tucumán en rol de político pero el que irradiaba fascinación era el maravilloso narrador, el gran estudioso de "La orgía perpetua", el puntilloso relator de la odisea de Canudos en "La guerra del fin del mundo". ¿Le pregunto sobre la actualidad o sobre el hombre universal de sus obras? ¿Sobre la revolución y sus posturas al respecto?
Me surgió la emoción de lo personal: el primer personaje que aparece en "La casa verde" tiene mi nombre. ¿Qué diría Vargas Llosa sobre eso? Imposible hacer esta pregunta sin convertir la entrevista en una egoísta charla de café.
Me vinieron los personajes: "Pichula" Cuéllar y su drama de chicos salvajes; el viaje de Pantaleón y las visitadoras o la tragicomedia del escribidor, que nos dispara el pánico de los artistas, de los escritores y de los estresados, de llegar a confundir un día personajes, historias y tiempos.
Preparé una serie de preguntas. Tenía una entrevista exclusiva en la habitación del hotel. Fui junto al entonces secretario general de Redacción Arturo Álvarez Sosa y Vargas Llosa nos recibió protocolar y serio -se me ocurrió que parecía más inquieto que yo por la entrevista-, flanqueado por una secretaria que nos iba a marcar el tiempo.
Me sorprendió con una fuerte referencia literaria: sabía de la existencia de Tucumán a partir de su lectura del "Lazarillo de ciegos caminantes", de Concolorcorvo (un libro obligado de los estudiantes de Letras), por lo que Tucumán para él era una palabra que se asociaba a cosas históricas, a la literatura, a la colonia, a la independencia.
Me entusiasmé. "Vamos a hablar de lecturas", me imaginé. Yo no me acordaba de Tucumán en la obra de Concolorcorvo, sino de que el libro criticaba la dejadez de los gauderios que cazaban vacas, las carneaban y abandonaban los restos en el campo (nada que ver con la imagen nacional del gaucho). Pero Vargas Llosa pasó del Tucumán colonial a las revoluciones y a la política. "Las revoluciones son muy atractivas para la literatura... (pero)... en la realidad, en la vida social, en los procesos históricos, la violencia es atroz", dijo, para explicar cómo se había vuelto liberal. Habló luego de la cultura y del valor de las ideas.
Apenas restaba tiempo, porque luego venía la conferencia de prensa. La secretaria nos miraba inquieta. Arturo quería también hablar con él de escritor a escritor, y con su sola pregunta se clausuró la entrevista.
Me quedó el hormigueo descontrolado, la emoción fuerte y muchas preguntas sin hacer. Sobre todo, la de la charla de café. Después pensé que mi inquietud personal no se iba a satisfacer en ese ámbito serio: nadie le había dicho -o él no lo había advertido- que el periodista que lo entrevistaba se llamaba igual que un ignoto personaje de una de sus novelas.