Por Carlos Páez de la Torre H
08 Abril 2014
JULIO ARGENTINO ROCA. En 1879 opinaba sobre las maniobras de los tejedoristas porteños, que culminarían en la revolución de 1880. la gaceta / archivo
“La frontera del Río Negro abre nuevos horizontes para la República. Ahora quiere desconocerse su importancia, pero el tiempo nos hará justicia”, escribía el general tucumano Julio Argentino Roca, entonces ministro de Guerra, a su amigo el doctor Benigno Vallejo, de Tucumán, el 29 de setiembre de 1879.
Hablaba de política. Le parecía que iban bien “a pesar de nubarrones que de cuando en cuando se quieren cruzar en el camino”. Los “enemigos” (se refería a los porteñistas y mitristas partidarios del gobernador Carlos Tejedor), “se han parapetado en las trincheras del localismo, que por fortuna no son ya las de Curupaití: ha progresado tanto el espíritu nacional y la razón pública. Son los dispersos de una batalla de medio siglo que se guarecen en la primera cueva que encuentran o en las ruinas de viejos castillos”.
Narraba que últimamente se habían registrado “algunos barullos y desordenes en las calles”, todo por “el ruido que quieren meter los mitristas para imponer ministros al Presidente (Nicolás Avellaneda). Han salido por fin con la suya. Ya tienen a Sarmiento en la escena, que les ajustará a ellos, primero que a nadie, las clavijas”.
Hubiera querido escribir más largo al doctor Vallejo pero, decía, “en mi posición, a todo el mundo se pertenece menos a sí mismo. La esclavitud del hombre público es peor que la del galeote o del cautivo entre los indios”. Agradecía los plácemes de Vallejo por su nombramiento de ministro. Le prevenía que entre las felicitaciones, “aunque hubieran venido ‘en tropilla’, siempre habría sabido distinguir las del viejo y leal amigo”.
Hablaba de política. Le parecía que iban bien “a pesar de nubarrones que de cuando en cuando se quieren cruzar en el camino”. Los “enemigos” (se refería a los porteñistas y mitristas partidarios del gobernador Carlos Tejedor), “se han parapetado en las trincheras del localismo, que por fortuna no son ya las de Curupaití: ha progresado tanto el espíritu nacional y la razón pública. Son los dispersos de una batalla de medio siglo que se guarecen en la primera cueva que encuentran o en las ruinas de viejos castillos”.
Narraba que últimamente se habían registrado “algunos barullos y desordenes en las calles”, todo por “el ruido que quieren meter los mitristas para imponer ministros al Presidente (Nicolás Avellaneda). Han salido por fin con la suya. Ya tienen a Sarmiento en la escena, que les ajustará a ellos, primero que a nadie, las clavijas”.
Hubiera querido escribir más largo al doctor Vallejo pero, decía, “en mi posición, a todo el mundo se pertenece menos a sí mismo. La esclavitud del hombre público es peor que la del galeote o del cautivo entre los indios”. Agradecía los plácemes de Vallejo por su nombramiento de ministro. Le prevenía que entre las felicitaciones, “aunque hubieran venido ‘en tropilla’, siempre habría sabido distinguir las del viejo y leal amigo”.