Por Natalia Viola
20 Agosto 2014
SIN DESCANSO. Ingrid levanta hace 14 años con sus propias manos -y mucha ayuda de vecinos- las paredes de cada hogar que emprende.
La casa de Ingrid Vaca Diez siempre estuvo llena de vecinos y niños, de lustrabotas que iban a buscar su ración de comida. Su abuela construía hornos de barro con una mezcla rústica y dulce, que incluía barro y miel de caña. Su padre era el alcalde del pueblo de Warnes, ubicado a 35 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia. Ingrid recuerda que allí no había medianeras que separaran un terreno de otro, que nunca se cerraban las puertas de su hogar, que la casa era de todos, que allí siempre había comida y felicidad.
Esta experiencia le imprimió una voluntad puesta al servicio de los demás: maestra y abogada. Pero desde hace 14 años su mayor proyecto es la construcción de casas con botellas de PET. Ya lleva más de 300 en distintos países de Latinoamérica, incluida la Argentina. Ha llegado a construir en las favelas de Brasil y en los barrios más pobres de México. Por supuesto que la mayor cantidad está en Bolivia.
- Y todo comenzó con una discusión... ¿Cómo fue?
(risas) Si, así fue. Un día regresé de la escuela y ví que mis perros habían esparcido todas las botellas que yo le juntaba para una artesana. Eran más de 200 que estaban por todo el patio. Mi marido estaba indignado y me dijo: “¡No se puede vivir así! ¡Con esto seguro que te alcanza para construir algo!”.
Listo. No hizo falta más. Era el año 2000 y ella todavía no tenía internet (ahora ni siquiera usa celular, pero si Facebook). “Me senté con un papel y un lápiz a dibujar. Seguí mi intuición y me acordé de la mezcla que hacía mi abuela para construir los hornos de barro”, cuenta Ingrid.
Como su familia tenía una fábrica de golosinas, la miel de caña era un ingrediente que estaba a mano. También llevaba barro, cal, engrudo (harina y agua) y encima aceite de linaza. Todo eso conformaba una mezcla fuerte, pero flexible para soportar movimientos sísmicos.
¿Y la primera?
Ingrid no lo dudó. Había tenido una triste charla con una de sus alumnas, Claudia, de 9 años. “Les había preguntado qué querían para Navidad. Todos contestaban muñecas, juguetes, pelotas, pero ella escribió: ‘Los días que hace mucho calor me gustaría tener un cuarto’”. A Ingrid esa confesión le había entristecido el alma.
Claudia vivía con su mamá y sus hermanos en un terreno que el padre de Ingrid le había donado mientras había sido alcalde. Pero nunca habían podido construir su hogar. “De hecho muchas de las mujeres que habían recibido el terreno no habían logrado concretar su casa”, explica Ingrid.
Con las botellas que tenía -y muchas más- Ingrid, los vecinos y María, la mamá de Claudia, levantaron la casa. “Son hermosas, cómodas, amplias y bien térmicas. Para quienes dicen que esto es una ilusión, yo les diría que la única ilusión es poder darle a esas personas un hogar”, agrega Ingrid.
Historias duras
Mientras construía la casa de Claudia, apareció la segunda oportunidad. “Eran cuatro hermanitos que el padre había repartido entre varios familiares cuando su esposa murió”. Ingrid les construyó una casa y logró juntarlos a todos bajo un mismo techo. “Hoy algunos ya están casados y tienen su propia familia”.
La siguiente fue para Valentina. Recogía basura para darle de comer a sus niños, un día estaba sentada en un banco. Ingrid pasó y la vio que comía de un plato vacío. Se llevaba la cuchara sin nada a la boca. Cuando le preguntó que estaba haciendo, ella le dijo: “Aquí, engañando mi estómago”. Al lado se secaban al sol dos panes verdes, de esos que nadie comería. “Ella los conservaba para cuando llegaran sus hijos”.
Como explica Ingrid, cada una de esas casas tiene una historia. Ella podría contarlas a todas. “En México levantamos una en veinte días para una familia de ocho niños. Nunca habían probado el pan ni la carne; trabajaban todos y eran muy pobres”.
En el camino, la gente se le fue uniendo como soldados fieles. “Si no hay casa los niños no se construyen”.
Su trabajo es social, voluntario y sin dinero a cambio. No tiene ninguna fundación y cada vez que levanta un hogar lo hace con sus propias manos. “Llegamos al lugar, vemos el terreno, saco un lápiz y un papel y dibujo. Yo capacito a los voluntarios”, cuenta. La han premiado varias veces, pero nunca aceptó ayuda polítca. “Mi trabajo es silencioso y lejos de los políticos porque no quiero que me usen”.
- ¿Quién te mantiene?
Mi marido (risas). El me dijo: “usted tómelo a esto”.
- En definitiva, él te dio la idea
- Y si, claro (risas). Él paga mis viajes.
Si tiene que viajar 16 horas lo hace sin reparos. “Mi mayor premio es que la gente se una para ayudar”. Además, Ingrid es abogada de niños abusados y mujeres que sufren violencia de género.
Incrédulos
Cuando comenzó muchos se le reían. “Vas a ver cómo quedan éstas casas”, contestaba Ingrid. Como buena mujer, coqueta y preocupada por la estética sus casas terminan siendo muy atractivas a la vista. Las bases de las botellas tienen forma de florcitas y con dedicación se las puede pintar.
A veces intercalan con botellas de vidrio para aprovechar la luminosidad. Con los años fue perfeccionando la técnica y la estética. Hasta hacen adornos con materiales reciclados y todo.
“Las casas tienen todas las comodidades: living, dormitorios, baño, instalaciones de agua y gas. Si una pared no sale como me gusta no tengo problemas en derribarla y volver a empezar”.
Ingrid tiene 51 años, tres hijos y una nieta. Una de sus hijas vive y estudia en Buenos Aires y otro en Brasil. “Amo Argentina y cada vez que me inviten voy a ir”.
Esta experiencia le imprimió una voluntad puesta al servicio de los demás: maestra y abogada. Pero desde hace 14 años su mayor proyecto es la construcción de casas con botellas de PET. Ya lleva más de 300 en distintos países de Latinoamérica, incluida la Argentina. Ha llegado a construir en las favelas de Brasil y en los barrios más pobres de México. Por supuesto que la mayor cantidad está en Bolivia.
- Y todo comenzó con una discusión... ¿Cómo fue?
(risas) Si, así fue. Un día regresé de la escuela y ví que mis perros habían esparcido todas las botellas que yo le juntaba para una artesana. Eran más de 200 que estaban por todo el patio. Mi marido estaba indignado y me dijo: “¡No se puede vivir así! ¡Con esto seguro que te alcanza para construir algo!”.
Listo. No hizo falta más. Era el año 2000 y ella todavía no tenía internet (ahora ni siquiera usa celular, pero si Facebook). “Me senté con un papel y un lápiz a dibujar. Seguí mi intuición y me acordé de la mezcla que hacía mi abuela para construir los hornos de barro”, cuenta Ingrid.
Como su familia tenía una fábrica de golosinas, la miel de caña era un ingrediente que estaba a mano. También llevaba barro, cal, engrudo (harina y agua) y encima aceite de linaza. Todo eso conformaba una mezcla fuerte, pero flexible para soportar movimientos sísmicos.
¿Y la primera?
Ingrid no lo dudó. Había tenido una triste charla con una de sus alumnas, Claudia, de 9 años. “Les había preguntado qué querían para Navidad. Todos contestaban muñecas, juguetes, pelotas, pero ella escribió: ‘Los días que hace mucho calor me gustaría tener un cuarto’”. A Ingrid esa confesión le había entristecido el alma.
Claudia vivía con su mamá y sus hermanos en un terreno que el padre de Ingrid le había donado mientras había sido alcalde. Pero nunca habían podido construir su hogar. “De hecho muchas de las mujeres que habían recibido el terreno no habían logrado concretar su casa”, explica Ingrid.
Con las botellas que tenía -y muchas más- Ingrid, los vecinos y María, la mamá de Claudia, levantaron la casa. “Son hermosas, cómodas, amplias y bien térmicas. Para quienes dicen que esto es una ilusión, yo les diría que la única ilusión es poder darle a esas personas un hogar”, agrega Ingrid.
Historias duras
Mientras construía la casa de Claudia, apareció la segunda oportunidad. “Eran cuatro hermanitos que el padre había repartido entre varios familiares cuando su esposa murió”. Ingrid les construyó una casa y logró juntarlos a todos bajo un mismo techo. “Hoy algunos ya están casados y tienen su propia familia”.
La siguiente fue para Valentina. Recogía basura para darle de comer a sus niños, un día estaba sentada en un banco. Ingrid pasó y la vio que comía de un plato vacío. Se llevaba la cuchara sin nada a la boca. Cuando le preguntó que estaba haciendo, ella le dijo: “Aquí, engañando mi estómago”. Al lado se secaban al sol dos panes verdes, de esos que nadie comería. “Ella los conservaba para cuando llegaran sus hijos”.
Como explica Ingrid, cada una de esas casas tiene una historia. Ella podría contarlas a todas. “En México levantamos una en veinte días para una familia de ocho niños. Nunca habían probado el pan ni la carne; trabajaban todos y eran muy pobres”.
En el camino, la gente se le fue uniendo como soldados fieles. “Si no hay casa los niños no se construyen”.
Su trabajo es social, voluntario y sin dinero a cambio. No tiene ninguna fundación y cada vez que levanta un hogar lo hace con sus propias manos. “Llegamos al lugar, vemos el terreno, saco un lápiz y un papel y dibujo. Yo capacito a los voluntarios”, cuenta. La han premiado varias veces, pero nunca aceptó ayuda polítca. “Mi trabajo es silencioso y lejos de los políticos porque no quiero que me usen”.
- ¿Quién te mantiene?
Mi marido (risas). El me dijo: “usted tómelo a esto”.
- En definitiva, él te dio la idea
- Y si, claro (risas). Él paga mis viajes.
Si tiene que viajar 16 horas lo hace sin reparos. “Mi mayor premio es que la gente se una para ayudar”. Además, Ingrid es abogada de niños abusados y mujeres que sufren violencia de género.
Incrédulos
Cuando comenzó muchos se le reían. “Vas a ver cómo quedan éstas casas”, contestaba Ingrid. Como buena mujer, coqueta y preocupada por la estética sus casas terminan siendo muy atractivas a la vista. Las bases de las botellas tienen forma de florcitas y con dedicación se las puede pintar.
A veces intercalan con botellas de vidrio para aprovechar la luminosidad. Con los años fue perfeccionando la técnica y la estética. Hasta hacen adornos con materiales reciclados y todo.
“Las casas tienen todas las comodidades: living, dormitorios, baño, instalaciones de agua y gas. Si una pared no sale como me gusta no tengo problemas en derribarla y volver a empezar”.
Ingrid tiene 51 años, tres hijos y una nieta. Una de sus hijas vive y estudia en Buenos Aires y otro en Brasil. “Amo Argentina y cada vez que me inviten voy a ir”.