04 Abril 2015
EN LA AFIP. La recaudación muestra que los que más aportan al fisco no son en realidad los que más ganan. dyn
BUENOS AIRES.- El mismo Gobierno que se muestra inflexible ante los gremialistas que le reclaman una modificación en el mínimo no imponible del impuesto a las Ganancias, dispone la séptima prórroga al blanqueo de capitales y anuncia por cadena nacional el enésimo plan de facilidades de pago a quienes no hayan cumplido con sus correspondientes obligaciones impositivas y previsionales.
Pocas contradicciones como la señalada pueden pintar de cuerpo entero un tratamiento tan desigual en un Gobierno que se presenta como peronista: la mano fue tan dura con los trabajadores como blanda con los evasores consuetudinarios.
Pero la discusión excede a esta situación particular y también a la propia administración kirchnerista, para apuntar a uno de los males de la economía argentina a lo largo de su historia. Con todos los matices de cada caso, la estructura impositiva del país no se basó en criterios de justicia distributiva, equidad social y solidaridad con los más necesitados sino en los de urgencia para recaudar y facilidad para cobrar. Así de simple. En tanto impuesto al trabajo, Ganancias a la Cuarta Categoría puede parecer injusto, inequitativo y antisolidario, pero su recaudación es tan rápida como la confección de un recibo de sueldo. Los datos de la recaudación de marzo no dejaron lugar a dudas: la recaudación de Ganancias creció siete puntos porcentuales más que el promedio del resto de los impuestos. Ni qué hablar de la moratoria (que siempre se presenta con otro nombre). Será una burla a los cumplidores permanentes, pero la avidez por dinero fresco en este final de ciclo no es un secreto para nadie, al punto que en nombre del desendeudamiento el Gobierno recurre a financiarse al 27% anual para hacerse de $ 5.000 millones, algo así como una semana de déficit financiero.
La inflación suele hacer su invalorable aporte para ensanchar la brecha entre la Nación y las provincias: el IVA no necesita de una ley para aumentar su recaudación, simplemente se ajusta al compás de los precios, un beneficio al que no pueden acceder, por ejemplo, los impuestos inmobiliarios y a las patentes.
En tiempos de necesidad, las desprolijidades se potencian. Y si a un famélico no se le puede exigir reglas de urbanidad frente a un pedazo de pan, ¿qué queda por esperar de un Gobierno al que se le cierran todas las ventanillas de cobro mientras prepara su retirada y cae en el ridículo de tildar de oligarca a un maquinista de tren?
Detrás de esa realidad -a la que se podrían añadir muchos otros gravámenes- se esconde la resistencia de este y todos los gobiernos habidos y por haber a emprender una reforma impositiva tan declamada como inaplicada. Los deseos tantas veces expresados (en algunos casos con sinceridad) por llevar a cabo modificaciones que tiendan a incorporar algo de justicia a la estructura tributaria, chocan invariablemente con las necesidades financieras. Pero aun en épocas de superávit fiscal -como en los primeros años de la Convertibilidad o los de la Presidencia de Néstor Kirchner- hay reticencias a avanzar en la materia, por temor a perder el dominio de un concepto que el propio Kirchner utilizó al extremo: la “caja”.
“¿Cómo llevar a cabo una reforma impositiva en tiempos de estrecheces financieras?”, es el planteo habitual en el primero de los casos. Pero para una dirigencia acostumbrada a postergar las grandes definiciones, el argumento es fácilmente reversible y puede transformarse en “¿para qué realizarla en épocas de holgura económica?”
En el actual contexto, difícilmente el Gobierno acceda a resignar los fondos provenientes de Ganancias. Pero los problemas, vale la pena insistir, no se circunscriben a un solo impuesto. Es más, limitar la discusión nada más que a ese tributo representaría un error del sindicalismo si a la vez no avanza en otros aspectos de la estructura impositiva y de la administración pública en general.
Esa fue la línea del análisis del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa): “Los sectores de más altos ingresos aportan a través del impuesto a las ganancias apenas el 21% de la recaudación total de impuestos nacionales. Los tributos al consumo y las cargas sociales, que son impuestos que alcanzan a los más humildes, representan el 35% y el 27%, respectivamente, de la recaudación nacional. Si a esto suma el impuesto inflacionario es claro que la gente de menores ingresos es la que proporcionalmente más aporta al financiamiento del Estado”.
“En este contexto -añade Idesa- presionar por pagar menos impuesto a las ganancias y no cuestionar los subsidios a Aerolíneas Argentinas, Futbol para Todos, la electricidad, el gas, el transporte, las moratorias previsionales y el aumento del empleo público es un planteo elitista. Implica pujar para que sean los más pobres los que paguen el despilfarro de fondos públicos”. Ignorarlo, puede transformar a Gobierno y sindicalistas de circunstanciales adversarios en involuntarios aliados frente a los sectores más postergados. Un dilema que se extenderá mucho más allá del 10 de diciembre.
Pocas contradicciones como la señalada pueden pintar de cuerpo entero un tratamiento tan desigual en un Gobierno que se presenta como peronista: la mano fue tan dura con los trabajadores como blanda con los evasores consuetudinarios.
Pero la discusión excede a esta situación particular y también a la propia administración kirchnerista, para apuntar a uno de los males de la economía argentina a lo largo de su historia. Con todos los matices de cada caso, la estructura impositiva del país no se basó en criterios de justicia distributiva, equidad social y solidaridad con los más necesitados sino en los de urgencia para recaudar y facilidad para cobrar. Así de simple. En tanto impuesto al trabajo, Ganancias a la Cuarta Categoría puede parecer injusto, inequitativo y antisolidario, pero su recaudación es tan rápida como la confección de un recibo de sueldo. Los datos de la recaudación de marzo no dejaron lugar a dudas: la recaudación de Ganancias creció siete puntos porcentuales más que el promedio del resto de los impuestos. Ni qué hablar de la moratoria (que siempre se presenta con otro nombre). Será una burla a los cumplidores permanentes, pero la avidez por dinero fresco en este final de ciclo no es un secreto para nadie, al punto que en nombre del desendeudamiento el Gobierno recurre a financiarse al 27% anual para hacerse de $ 5.000 millones, algo así como una semana de déficit financiero.
La inflación suele hacer su invalorable aporte para ensanchar la brecha entre la Nación y las provincias: el IVA no necesita de una ley para aumentar su recaudación, simplemente se ajusta al compás de los precios, un beneficio al que no pueden acceder, por ejemplo, los impuestos inmobiliarios y a las patentes.
En tiempos de necesidad, las desprolijidades se potencian. Y si a un famélico no se le puede exigir reglas de urbanidad frente a un pedazo de pan, ¿qué queda por esperar de un Gobierno al que se le cierran todas las ventanillas de cobro mientras prepara su retirada y cae en el ridículo de tildar de oligarca a un maquinista de tren?
Detrás de esa realidad -a la que se podrían añadir muchos otros gravámenes- se esconde la resistencia de este y todos los gobiernos habidos y por haber a emprender una reforma impositiva tan declamada como inaplicada. Los deseos tantas veces expresados (en algunos casos con sinceridad) por llevar a cabo modificaciones que tiendan a incorporar algo de justicia a la estructura tributaria, chocan invariablemente con las necesidades financieras. Pero aun en épocas de superávit fiscal -como en los primeros años de la Convertibilidad o los de la Presidencia de Néstor Kirchner- hay reticencias a avanzar en la materia, por temor a perder el dominio de un concepto que el propio Kirchner utilizó al extremo: la “caja”.
“¿Cómo llevar a cabo una reforma impositiva en tiempos de estrecheces financieras?”, es el planteo habitual en el primero de los casos. Pero para una dirigencia acostumbrada a postergar las grandes definiciones, el argumento es fácilmente reversible y puede transformarse en “¿para qué realizarla en épocas de holgura económica?”
En el actual contexto, difícilmente el Gobierno acceda a resignar los fondos provenientes de Ganancias. Pero los problemas, vale la pena insistir, no se circunscriben a un solo impuesto. Es más, limitar la discusión nada más que a ese tributo representaría un error del sindicalismo si a la vez no avanza en otros aspectos de la estructura impositiva y de la administración pública en general.
Esa fue la línea del análisis del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa): “Los sectores de más altos ingresos aportan a través del impuesto a las ganancias apenas el 21% de la recaudación total de impuestos nacionales. Los tributos al consumo y las cargas sociales, que son impuestos que alcanzan a los más humildes, representan el 35% y el 27%, respectivamente, de la recaudación nacional. Si a esto suma el impuesto inflacionario es claro que la gente de menores ingresos es la que proporcionalmente más aporta al financiamiento del Estado”.
“En este contexto -añade Idesa- presionar por pagar menos impuesto a las ganancias y no cuestionar los subsidios a Aerolíneas Argentinas, Futbol para Todos, la electricidad, el gas, el transporte, las moratorias previsionales y el aumento del empleo público es un planteo elitista. Implica pujar para que sean los más pobres los que paguen el despilfarro de fondos públicos”. Ignorarlo, puede transformar a Gobierno y sindicalistas de circunstanciales adversarios en involuntarios aliados frente a los sectores más postergados. Un dilema que se extenderá mucho más allá del 10 de diciembre.