Por Magena Valentié
05 Abril 2015
DESCALZO. Jesús es seguido por los niños que recibieron la Eucaristía. la gaceta / fotos de diego aráoz
Parece inspirado por el papa Francisco, que todo lo da vuelta como si fuera una media para mostrar lo que ya se conoce, pero de un modo diferente. El Vía Crucis de la parroquia de Cristo Rey fue así.
Comenzó al revés de la lógica temporal, con un Cristo resucitado, como el que celebramos hoy, en Pascua. Y también como lo hacían los antiguos cristianos hasta el siglo XV, desde el Monte Calvario retrocediendo hasta la casa de Pilato. Sea para un lado o para el otro, el Vía Crucis es siempre el camino de la Cruz: meditación de los momentos más dolorosos de la Pasión de Jesús. En eso consiste. Lo original del Vía Crucis que se realizó el viernes a la tarde por la avenida Mate de Luna 3900 fue que no eran los fieles los que acompañan a Jesús hacia el Calvario, sino Jesús el que ayudaba a cada uno a cargar con su cruz, la que lleva cada uno, de acuerdo al peso que puede soportar.
Ricardo Guerra (así se llama el Jesús de la parroquia de Cristo Rey) camina descalzo por el pavimento frío de la avenida, cubierto por una túnica blanca. Un rebaño de niños lo sigue por detrás. Son los mismos chicos entre los que, minutos antes, Jesús repartió los pedazos de una tortilla al rescoldo gigante que representaba la Hostia, la Eucaristía.
Jesús es albañil, de 24 años. En su brazo izquierdo lleva tatuado el nombre de su hija Valentina, que él grabó con su mano derecha. Un Jesús que si tuviera que elegir una cruz, se pondría al hombro no una, sino “varias -dice- por lo menos la del alcohol y la del vicio del cigarro”.
Doce Cristos de jean
Delante de Jesús van caminando 12 Cristos. Visten jean y remera negra. Son varones y mujeres. En sus hombros llevan pequeñas cruces de madera con una inscripción diferente cada una: droga, alcohol, prostitución, avaricia, juego, tabaco, explotación infantil. Los representan chicos del grupo juvenil de la parroquia y de las villas La Mago y Batalla de Tucumán donde desarrollan su apostolado. Delante de ellos va una Cruz grande y pesada, sostenida por un grupo de fieles que se renueva en cada una de las 14 estaciones. El público no va detrás sino a un costado, por la otra mano de la avenida, para ver de cerca y participar en forma interactiva.
Uno de los Cristo es Carlos Castaño, de 17 años y padre de Venecia Abigail, de un año. No va a la escuela. Cuenta que cuando le dieron al azar la cruz que debía llevar se quedó helado. “Me tocó la que decía ‘engaño’. Ahí nomás me puse a pensar en todas las veces que le había mentido a mi familia”, confiesa mirando el suelo. En poco tiempo su vida se dio vuelta. Ahora trabaja cortando el pasto y quiere volver a estudiar. Brian Peñalva tiene 18 años, vive en el barrio Batalla de Tucumán y aunque aún no se ocupó de leer la inscripción de la cruz que le tocó en suerte, el solo estar en el grupo de la parroquia le dio ganas de volver a la escuela.
Entre las mujeres, Lucía Tejerizo (18 años y estudiante de abogacía) carga la cruz que dice “alcohol”. No se siente identificada, “aunque es un vicio que nos representa a todos los jóvenes, porque es muy accesible”, reconoce. En el Vía Crucis se siente representada en cada caída de Jesús con “esos días en los que no querés saber nada con nadie”.
Un Simón solidario
Mario Zalazar es Simón El Cirineo, el que es obligado a ayudar a Jesús a llevar la Cruz. Ni Daniel Obelar (coordinador) ni el padre Andrés Ortega, el párroco, hubieran podido crear un personaje tan parecido a él. Mario ayuda a llevar la cruz de los chicos que han caído en la drogadicción, que son echados de sus casas por vagos, que no tienen dónde vivir ni saben qué hacer con sus vidas, que no tienen fuerza ni voluntad para procurarse un plato de comida. Viven junto a Mario y a su familia en el barrio Batalla de Tucumán, donde sólo un milagro explica que entren todos en su pequeña casa, los nueve jóvenes que ahora alberga y que nadie se quede con hambre.
Todos le dicen papá a él y mamá a su mujer. A medida que logran reconstruirse, se independizan. Como Franco, que es otro Cristo en la representación, y a quien Mario halló el año pasado acurrucado en un camión abandonado, drogado y desnutrido.
La sexta estación es la de La Verónica, que enjuga el rostro de Jesús. Una joven va secando las lágrimas de todos los Cristo vencidos en el piso. “Señor, que te encontremos en los pobres, en tus hermanos pequeños, para secar las lágrimas de los que lloran. Señor enséñanos como se lavan las marcas de la pobreza y la injusticia”, dice una voz por micrófono. En cada estación se pide al público que haga una actividad, como anotar las tentaciones que nos hacen caer, como ha caído Jesús con su cruz. Esta vez, se pide que tomen sus teléfonos móviles y que envíen un mensaje de texto a las “Verónicas” que han estado presentes en su vida en los malos momentos. Los celulares comenzaron a sonar por todos lados.
El Vía Crucis empezó a la luz del sol y se perdió bajo la luna llena por la avenida apenas iluminada. En cada estación había un reflejo de los males sociales, la indiferencia, la corrupción -como menciona el papa Francisco- y tanto otros que, en definitiva, hacen de esta vida un verdadero Calvario.
Comenzó al revés de la lógica temporal, con un Cristo resucitado, como el que celebramos hoy, en Pascua. Y también como lo hacían los antiguos cristianos hasta el siglo XV, desde el Monte Calvario retrocediendo hasta la casa de Pilato. Sea para un lado o para el otro, el Vía Crucis es siempre el camino de la Cruz: meditación de los momentos más dolorosos de la Pasión de Jesús. En eso consiste. Lo original del Vía Crucis que se realizó el viernes a la tarde por la avenida Mate de Luna 3900 fue que no eran los fieles los que acompañan a Jesús hacia el Calvario, sino Jesús el que ayudaba a cada uno a cargar con su cruz, la que lleva cada uno, de acuerdo al peso que puede soportar.
Ricardo Guerra (así se llama el Jesús de la parroquia de Cristo Rey) camina descalzo por el pavimento frío de la avenida, cubierto por una túnica blanca. Un rebaño de niños lo sigue por detrás. Son los mismos chicos entre los que, minutos antes, Jesús repartió los pedazos de una tortilla al rescoldo gigante que representaba la Hostia, la Eucaristía.
Jesús es albañil, de 24 años. En su brazo izquierdo lleva tatuado el nombre de su hija Valentina, que él grabó con su mano derecha. Un Jesús que si tuviera que elegir una cruz, se pondría al hombro no una, sino “varias -dice- por lo menos la del alcohol y la del vicio del cigarro”.
Doce Cristos de jean
Delante de Jesús van caminando 12 Cristos. Visten jean y remera negra. Son varones y mujeres. En sus hombros llevan pequeñas cruces de madera con una inscripción diferente cada una: droga, alcohol, prostitución, avaricia, juego, tabaco, explotación infantil. Los representan chicos del grupo juvenil de la parroquia y de las villas La Mago y Batalla de Tucumán donde desarrollan su apostolado. Delante de ellos va una Cruz grande y pesada, sostenida por un grupo de fieles que se renueva en cada una de las 14 estaciones. El público no va detrás sino a un costado, por la otra mano de la avenida, para ver de cerca y participar en forma interactiva.
Uno de los Cristo es Carlos Castaño, de 17 años y padre de Venecia Abigail, de un año. No va a la escuela. Cuenta que cuando le dieron al azar la cruz que debía llevar se quedó helado. “Me tocó la que decía ‘engaño’. Ahí nomás me puse a pensar en todas las veces que le había mentido a mi familia”, confiesa mirando el suelo. En poco tiempo su vida se dio vuelta. Ahora trabaja cortando el pasto y quiere volver a estudiar. Brian Peñalva tiene 18 años, vive en el barrio Batalla de Tucumán y aunque aún no se ocupó de leer la inscripción de la cruz que le tocó en suerte, el solo estar en el grupo de la parroquia le dio ganas de volver a la escuela.
Entre las mujeres, Lucía Tejerizo (18 años y estudiante de abogacía) carga la cruz que dice “alcohol”. No se siente identificada, “aunque es un vicio que nos representa a todos los jóvenes, porque es muy accesible”, reconoce. En el Vía Crucis se siente representada en cada caída de Jesús con “esos días en los que no querés saber nada con nadie”.
Un Simón solidario
Mario Zalazar es Simón El Cirineo, el que es obligado a ayudar a Jesús a llevar la Cruz. Ni Daniel Obelar (coordinador) ni el padre Andrés Ortega, el párroco, hubieran podido crear un personaje tan parecido a él. Mario ayuda a llevar la cruz de los chicos que han caído en la drogadicción, que son echados de sus casas por vagos, que no tienen dónde vivir ni saben qué hacer con sus vidas, que no tienen fuerza ni voluntad para procurarse un plato de comida. Viven junto a Mario y a su familia en el barrio Batalla de Tucumán, donde sólo un milagro explica que entren todos en su pequeña casa, los nueve jóvenes que ahora alberga y que nadie se quede con hambre.
Todos le dicen papá a él y mamá a su mujer. A medida que logran reconstruirse, se independizan. Como Franco, que es otro Cristo en la representación, y a quien Mario halló el año pasado acurrucado en un camión abandonado, drogado y desnutrido.
La sexta estación es la de La Verónica, que enjuga el rostro de Jesús. Una joven va secando las lágrimas de todos los Cristo vencidos en el piso. “Señor, que te encontremos en los pobres, en tus hermanos pequeños, para secar las lágrimas de los que lloran. Señor enséñanos como se lavan las marcas de la pobreza y la injusticia”, dice una voz por micrófono. En cada estación se pide al público que haga una actividad, como anotar las tentaciones que nos hacen caer, como ha caído Jesús con su cruz. Esta vez, se pide que tomen sus teléfonos móviles y que envíen un mensaje de texto a las “Verónicas” que han estado presentes en su vida en los malos momentos. Los celulares comenzaron a sonar por todos lados.
El Vía Crucis empezó a la luz del sol y se perdió bajo la luna llena por la avenida apenas iluminada. En cada estación había un reflejo de los males sociales, la indiferencia, la corrupción -como menciona el papa Francisco- y tanto otros que, en definitiva, hacen de esta vida un verdadero Calvario.