Tucumán electrificó a un país atacado de los nervios

Antonio Gandur, titular de la Junta Electoral, enfrentó los micrófonos y negó las versiones de fraude. Por la noche, la multitud que llenó la plaza fue impresionante.

HUBO MÁS GENTE QUE EL LUNES. Después de la represión, la movilización creció en potencia y en número. HUBO MÁS GENTE QUE EL LUNES. Después de la represión, la movilización creció en potencia y en número.
El escenario abierto planteado por las primarias del 9 de agosto o la certidumbre de incertidumbre respecto de las elecciones presidenciales del 25 de octubre ardieron con los chispazos que creó la violencia electoral de Tucumán. Así como la fotografía de niños comprovincianos desnutridos se había convertido en el rostro de la crisis nacional de diciembre de 2001, la fotografía de la represión policial en la plaza Independencia, en la víspera del Bicentenario de 1816, electrificó a un país que transita el recambio de autoridades atacado de los nervios.

Las balas de gomas disparadas a mansalva sobre los manifestantes lograron lo que ni el oficialista Daniel Scioli ni nadie pudo: reunir en el mismo discurso a Mauricio Macri, Sergio Massa y Margarita Stolbizer, trío destacado de presidenciables de la oposición. Esta voz amplificada al servicio del repudio (al ataque policial) y del cambio (de las reglas de votación) impactó en la Junta Electoral Provincial, que ese martes iniciaba el escrutinio definitivo.

La concentración en la plaza liberó una serie de mensajes con la sospecha de fraude a la cabeza. Montados sobre esa consigna comenzaron a crecer los pedidos para que la Junta abra todas las urnas o bien declare la nulidad de los comicios. Confiados de la victoria, el gobernador José Alperovich y su sucesor presunto, el vicegobernador Juan Manzur, dieron vía libre para contar los votos uno por uno. El todavía titular del Poder Ejecutivo se desentendió, en cambio, del controvertido accionar policial y abandonó a su suerte al aún jefe Dante Bustamante.

La presión se posó entonces sobre la figura de Antonio Gandur, el único de los integrantes de la JEP que sobrevivió a la purga de incompatibilidades promovida por los postulantes opositores José Cano y Domingo Amaya, y consumada en sede judicial al filo de la elección. Aunque aquellos candidatos habían elogiado la garantía de imparcialidad que encarnaba el presidente de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán, poco y nada parecía quedar de este aval a esa altura del 25 de agosto de 2015. Y recién había amanecido.

Un sándwich intragable

Una señal de transparencia. Un gesto capaz de serenar los ánimos desorbitados. Alrededor de Gandur se barajaban opciones conservadoras e innovadoras para correr el manto de dudas, y más allá de él proliferaban rumores de toda especie. La primera decisión fue convocar a una prensa engordada por periodistas forasteros llamados a confirmar y sostener la nacionalización del conflicto. Hacia el mediodía y como si no hubiese manera de gobernar el caos, Gandur se vio enredado en una madeja de cámaras y grabadores. A su lado, Ana María Rosa Paz, la fiscala que sustituye al ministro público recusado Edmundo Jiménez, procuraba darle fuerzas. Con una firmeza temblorosa, el juez prometió transparencia; negó las versiones de fraude y se mostró proclive a abrir urnas en función de las objeciones de los interesados. “El escrutinio provisorio no tiene valor jurídico. El recuento que importa es el que hacemos aquí, en presencia de los fiscales de los partidos políticos”, insistió.

La desorganización del diálogo intentado con los medios de comunicación -en el que se infiltraron candidatos y apoderados- no contribuyó a fortalecer al órgano encargado de administrar y controlar el desarrollo del proceso electoral. En el aire quedaron los interrogantes sobre el clientelismo impune, asunto que pone a la Junta en una incómoda posición de jamón del sándwich. La tarea preventiva, ya lo dijo Mario Velázquez, juez monterizo y delegado electoral, recae sobre la Policía que obedece al Poder Ejecutivo. Y la persecución del delito (el reparto de bolsones y sus sucedáneos, y el acarreo de votantes) es una obligación de los fiscales y magistrados penales de turno.

Mientras Alperovich afirmaba que “el Gobierno no maneja la Junta”; los líderes religiosos de la provincia instaban a recuperar la paz y el tándem Cano-Amaya exigía nuevos comicios para la categoría de gobernador-vicegobernador, volaban las conjeturas sobre los efectos de la hoy en principio improbable nulidad de la votación. Entonces alguien murmuró “todos pierden todo” como quien se acuerda de los supuestos concejales, legisladores e intendentes electos de la oposición.

Si un escrutinio definitivo suele ser estresante, el que comenzó pasadas las 18.30 superó aquella tradición. Desde temprano, militantes y ciudadanos sensibilizados por la variedad de sucesos que abarca desde urnas quemadas y 641 mesas impugnadas hasta la desaprensión policial se apostaron en la esquina de la sede de la Junta, en el límite trazado por el vallado. En el acceso al edificio de la calle Mendoza 1.050, un equipo de gendarmes desenmascaraba al número significativo de fiscales acreditados que pretendían ingresar con votos al recuento final.

La apertura de 11 urnas en las primeras horas del escrutinio morigeró los reclamos en la Junta, pero ese desahogo burocrático no llegó a ramificarse en la sociedad. El martes convulso terminó con una manifestación popular más convocante que la del lunes -y, por suerte, también más pacífica-, y la sensación tangible de que, como en 1816 o en 2001, el futuro del país se perfila en Tucumán.

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