Un rechazo a la globalización y a la desigualdad, como consecuencia del aumento en el número de refugiados e inmigrantes y por la competencia de flujos financieros y comerciales globales lleva a que los nacionalismos, con ideas y políticas populistas, se presenten como una respuesta justa y protectora, todo en un combo peligroso que incluye un rechazo a las instituciones, la deliberación y el disenso. En este contexto, el liderazgo colectivo del presidente Macri hasta podría posicionarse como una salvaguarda a la democracia.

En Europa existe un marcado crecimiento de los movimientos impugnatorios y maximalistas. Según el Eurobarómetro 2016, el 47% expresa insatisfacción con el funcionamiento de sus democracias nacionales y solamente el 7% está “muy satisfecho”. En mayo de este año, 73% de los franceses calificó a la globalización como “una amenaza a los trabajos y las compañías nacionales”.

Abundan los ejemplos de derechas emergentes, como los de Hungría (Viktor Orban), Francia (Marine Le Pen), Gran Bretaña (Nigel Farage), Austria (Heinz Christian Strache), Italia (Matteo Salvini) Polonia (Andrzej Duda) y Grecia (Nikolaos Michaloliakos). También de izquierdas que desprecian la institucionalidad democrática y creen que las elites han engañado al pueblo, sometiéndolo políticamente y empobreciéndolo económicamente, como las de Estados Unidos (Bernie Sanders), Reino Unido (Jeremy Corbyn) y España (Pablo Iglesias).

La tendencia se extiende hasta el sudeste asiático. Desde el sultanato de Brunei a la república socialista de partido único de Laos, hombres fuertes poseen un control firme sobre el poder político en toda la región. Situación que se reproduce incluso en casos de apertura y transición democrática, como Myanmar o Indonesia. El primer ministro de Malasia, Najib Razak, luchó contra una andanada de cargos de corrupción. Independientemente de los fundamentos de esos cargos, logró mantenerse en el poder. Su par de Camboya, Hun Sen, fue acusado abiertamente de nepotismo y de perseguir violentamente a la oposición en la calle.

La junta militar de Tailandia, que asumió el poder bajo la promesa de un gobierno transitorio de normalización, lleva más de dos años dirigiendo los destinos del país. Pero el premio se lo lleva Rodrigo Duterte. Conocido como “el Donald Trump filipino”, el primer mandatario de ese país insultó al presidente norteamericano y al Papa Francisco y expresó su apoyo abierto a las ejecuciones extrajudiciales. Lleva asesinados más de 2.500 narcotraficantes y camellos, bromeó sobre la violación y muerte de una misionera australiana y amenazó con comerse vivo a terroristas de Abu Sayyaf.

La caída de las mujeres fuertes de Latinoamérica también forma parte del fenómeno. Al comienzo de septiembre pasado, sólo un 19% de los chilenos aprobaba la gestión de Bachelet, el mayor índice de impopularidad de la historia democrática chilena.

En Brasil, Dilma Rousseff perdió su cargo, mientras que en Argentina la expresidenta está siendo investigada por múltiples causas de corrupción. Regímenes que en esencia se basan en un fuerte personalismo, como la Venezuela chavista, la Bolivia de Evo Morales o la Cuba de los hermanos Castro, experimenta agotamiento y tensión creciente. Esto se produce en un contexto preocupante. Según la encuesta Latinobarómetro 2016, el apoyo a la democracia en la región cayó del 56% al 54%, mientras que aquellos que consideran “indiferente” si existe o no un régimen democrático pasaron del 20% al 23%.

El talón de Aquiles de este populismo xenófobo y excluyente radica en que los autócratas dependen de la apertura para justificar su permanencia en el poder. Para contrarrestarlo, hay que pasar más allá de la necesidad y urgencia, algo que la aceleración global permite cada vez menos. Cerrar los sistemas políticos o las economías produce altos dividendos en el corto plazo. Pero en el mediano y largo, la falta de libertad produce distorsiones entre consumidores y electores por igual. Adam Przeworski definió a la democracia como la “incertidumbre institucionalizada”, argumentando que sus instituciones ayudan a dar a los actores políticos horizontes de largo plazo. Las distorsiones del populismo llevan a la impugnación del líder primero y del régimen después, como observamos hoy ante el legado K.

Los populismos denuncian el marco institucional democrático y la globalización porque aseguran que dentro de esa estructura de competencia política o económica no pueden avanzar sus intereses. Todo esto en un mundo en el que Cuba se abre al mercado o las FARC se presentan en una competencia electoral. Macri es una anomalía: un bienvenido cambio con tendencia hacia el centro. Se trata del primer gobierno ni peronista ni antiperonista, con tecnócratas que no ignoran los entreveros de la negociación política, con políticas amigables al mercado que no son fundamentalistas del neoliberalismo y con una concepción de la política como terreno de competencia más que arena de combate.

Lo mismo se observa en el plano internacional: una diversificación de las relaciones sin polarizar, navegando entre el norte y el sur, entre desarrollados y emergentes, sin distinciones innecesarias ni exageradas. El estilo y la gestión de Cambiemos pueden ser transformadores. Van más allá de las banales e irrelevantes antinomias entre políticos y empresarios, entre sector público y sector privado, entre discurso y acción o entre ideología y gestión. Si Macri tiene la voluntad y la capacidad de hacer “inversiones institucionales” duraderas, que construyan consenso alrededor de los temas, actores involucrados y mecanismos permitidos, contribuiría a fortalecer la democracia en tiempos turbulentos. El proceso de institucionalización fija reglas de juego, lo que da a todo el sistema político mayores niveles de previsibilidad y mayor institucionalización, lo que genera reconocimiento y formalización de la manera de tomar decisiones y hacerlas cumplir y, en definitiva, impacta en la calidad y en la consistencia de las políticas públicas.

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