Viven en un ómnibus a la orilla de la ruta 157 desde hace 10 días

Sus hijos duermen sentados en los asientos del colectivo y ella clama por un colchón.

DRAMA COLECTIVO. Mariana sabe que falta mucho para volver a casa. la gaceta / foto de franco vera DRAMA COLECTIVO. Mariana sabe que falta mucho para volver a casa. la gaceta / foto de franco vera
07 Abril 2017
Cuando llega la noche y los chicos no dan más de sueño, Mariana Pérez (35 años) anuncia que es hora de sentarse a dormir. Es que desde hace 10 días que ella, su marido, sus hijos y sus dos nietos viven en el ómnibus que les prestó un amigo hasta que baje el agua. Lo estacionaron en la banquina de la ruta 157 y ahí viven, por estos días, un total de 10 personas.

El colectivo le pertenece a un vecino que lleva obreros de La Madrid a la cosecha del limón, pero por estos días se ha convertido en una casa. Incómoda, pero al menos está seca. Mariana todavía no ha regresado a su vivienda, porque está en una de las zonas más bajas, donde primero llega el agua y la que más demora en secarse, porque está justo al lado de una alcantarilla. “Es igual que vuelva o que no vuelva, si lo mismo ya hemos perdido todo”, dice resignada Mariana.

Después de la gran inundación de 2015, Ramón Albornoz (42), el marido de Mariana, quiso ser previsor. Armó todo para colgar las camas (un sommier de plaza y media recién comprado, por ejemplo) desde las correas del techo y cuando vieron que el agua avanzaba, pusieron en marcha el plan. No sirvió de nada: esta vez el agua llegó hasta el techo de la casa y aun con las cosas colgadas, se mojó todo. Nada sirve. Ramón estaba contento ayer: desde el puente del Marapa pescó dos sábalos que haría a la parrilla, como para cambiar un poco el menú de la comida que le acerca la solidaridad.

“Yo lo único que pido es que me dejen un colchón para que puedan dormir los chicos, que duermen sentaditos en los asientos del ómnibus. Pasan todos con las donaciones llevando cosas para otros lados, para Las Ánimas por ejemplo, que ya no les hace falta, pero a mí no me quieren dejar”, se queja la mujer sentada debajo de una improvisada galería que armaron con cañas y un plástico negro atado en el frente del colectivo que, por ahora, seguirá siendo su casa.

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