Nadie baila como Matías: la historia del campeón nacional de malambo

A los 22 años, Matías Giménez obtuvo el máximo trofeo al que puede aspirar un malambista: el título en la categoría solista del tradicional festival que se realiza en Córdoba. Fue fruto de toda clase de sacrificios, pero vaya si valió la pena. Es, sencillamente, el mejor de la Argentina.

21 Enero 2018

Un camino de mesa de guarda pampa, una imponente foto-afiche en la que tres hermanos posan vestidos de gauchos, trofeos de baile, bombos, adornos e imágenes que capturan momentos familiares. El hogar de los Giménez es pura pasión por el folklore y lo que parece un comedor tranquilo se convierte en salón de fiestas cuando todos llegan a almorzar. Por estos días la estrella de la casa es Matías y las razones de esa fama resultan insuperables.

Tiene 22 años y lo apodan “El Huracán Giménez” por haber “barrido” -según su profesor- a todos los participantes del Festival Nacional del Malambo 2018, realizado en Laborde (Córdoba). El trofeo es el más grande del comedor y se posa orgulloso sobre el centro de la mesa, como mirando desafiante a los demás. Sí, Matías es campeón nacional. El mejor malambista de la Argentina.

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Todo tiene sus riesgos. Ganar una competencia como la de Laborde significa abandonar, para siempre, la posibilidad de presentarse de nuevo como solista. En ese sentido, Matías es un jubilado de 22 años. “Es una alegría inmensa haber ganado, pero a la vez es triste cuando te das cuenta de que no podés participar de nuevo”, expresa el bailarín y aclara que puede seguir disfrutando del malambo en Laborde, pero desde otro lugar. “El título de campeón te habilita a participar como jurado en las mesas de los tres preselectivos: Buenos Aires, Córdoba y Tucumán”, explica.

Además del trofeo, Matías se llevó un cinturón de plata con chapitas incrustadas, reservadas a todos los campeones nacionales de malambo. Sólo por este año él es su dueño y por eso lo ubica en una repisa, junto a los trofeos y medallas de la familia. “Es como la Copa Libertadores pero del malambo”, bromeó.

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Máximo sacrificio

Participar en el Festival Nacional del Malambo depende del sacrificio y de las aspiraciones. “Muchas veces los participantes llegamos a pulmón a Laborde. Ahorramos para permanecer allá una semana y volvemos con los bolsillos vacíos. Así y todo, el esfuerzo vale la pena”, cuenta Matías.

Compartir una larga sobremesa con la familia después de los brindis de fin de año no es para todos. Hay quienes deben combatir los desvelos e irse a dormir. Es el caso de los aspirantes a mejores malambistas del país, a quienes diciembre se les hace un mes difícil. Se la pasan rechazando reuniones y despedidas. “Hace siete años -la cantidad de veces que participó en el festival- que no paso una Navidad como antes. Quedarme hasta altas horas de la madrugada rodeado de mis familiares, es algo que tengo prohibido”, expresa.

La exigencia física es muy importante por el tiempo que se le dedica al zapateo. “Son minutos de explosión, de velocidad y de fuerza”, apunta. Y agrega: “un deportólogo nos dijo que bailar cinco minutos de malambo era como jugar 90 minutos de fútbol. Es cansador, pero no es imposible”.

Entonces, ¿cuál es la clave para afrontar el reto? “Nunca tiren la toalla -aconseja Matías-. Luchen por lo que quieren. Busquen un guía, porque es difícil llegar solo al objetivo”.

Su historia

Floresta fue escenario de la pasión de la familia Giménez. En las escuelas Periodismo Argentino y Scalabrini Ortiz se vieron los primeros bailes folclóricos de los hermanos -Franco, Bruno y Matías-, infaltables en cada acto.

El más chico, Matías, aprendió malambo en el barrio, en la academia Amanecer Criollo. Para él -con apenas cuatro años-, fue una especie de “segundo jardín”. Al principio no dejaba que su mamá -Nancy- se marchara, así que ella se quedaba a la par, luego lo miraba desde la puerta, después desde la ventana; hasta que un día “El Huracán” no le prestó más atención: estaba creciendo y con él la perfección de su técnica.

Hoy Matías recibe a sus padres en Amanecer Criollo, pero no precisamente para disfrutar de su compañía. “Ahora son mis alumnos”, cuenta entre risas. “Yo hacía todo por ir a la academia. A veces en la escuela me quedaba en el curso, durante los recreos, haciendo las tareas o estudiando para tener tiempo de ir por las tardes a las clases de baile”.

Se entrena por la mañana, trabaja en un centro educativo terapéutico por la tarde y a la noche da clases en Amanecer Criollo. El trajín de su día a día lo devuelve al hogar a la madrugada, cansado pero feliz. Vive a las apuradas -excepto los fines de semana- pero haciendo lo que le gusta.

El malambo representa para el campeón un estilo de vida. Su día a día transcurre en ese ambiente. Lo enciende y lo apasiona. “Sé que no toda mi vida va a ser malambo. Posiblemente dentro de 15 años ya me corten las piernas, como a todos los bailarines -ironiza-. Ahora que soy joven lo disfruto al máximo y trato de no quedarme con las ganas de decir ‘me hubiera gustado’. Es lo que amo y lo que llevo muy dentro mío”.

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