Cuatro generaciones de artistas visten luto desde ayer por la partida de uno de los referentes del teatro tucumano. La muerte de Nelson González, a los 75 años, potenció la tristeza de una jornada gris, donde el cielo encapotado enmarcó la despedida a quien engalanó los escenarios durante más de 60 años. Su muerte no sólo deja más solos y desprotegidos a los teatristas: se va a sentir en especial en un público al que se entregaba profunda y decididamente.
No hubo rincón de la provincia que Nelson no haya pisado, desde su época inicial de actor de radioteatro que trajinaba los caminos llevando las obras emblemáticas del género para que se las viese en algún escenario improvisado sobre cajones de bebidas, bibliotecas populares o clubes de barrio. Todo comenzó cuando tenía 12 años y se sumó a la compañía de Armando de Oliva con “Juan Barrientos, carrero del 900”. Nunca se detuvo.
La masividad de quienes fueron a decirle adiós no fue casual: se granjeó el respeto de aquellos con los que compartió el Teatro Estable (desde 1973 hasta que se jubiló hace pocos años) y elencos independientes con igual fervor y compromiso. Tratar de hacer un listado de las obras en las que estuvo es repasar el espinel de lo que se vio en las salas desde los 60 hasta ahora. Integró elencos en cerca de un centenar de espectáculos, muchos de ellos para niños con el grupo El Circo y, en sus últimas apariciones, como dramaturgo. Así fue con “Morir mirándote”, su última obra estrenada hace menos de un año y en la que denunció la violencia de género y el machismo.
Dominaba todos los recursos interpretativos, con los tonos y la presencia justa en escena, por lo que podía recorrer sin sobresaltos la tragedia y el drama. Pero fue en la comedia donde se lucía en particular; de hecho, sus apariciones para aflojar las escenas más tensas eran herramientas dramáticas a las que recurrían los directores para regular las tramas. Y nadie era mejor que él para lograr ese objetivo, así como contribuía a fondo cuando había que elevar la tensión. También era de quien se querían escuchar consejos en los camarines, porque la sinceridad y la amabilidad iban de la mano; además, era el bromista por excelencia, sin una pizca de maldad. Por eso se multiplicaron las anécdotas con él como protagonista en los encuentros de teatristas y en las redes sociales.
Quedarse con la figura de Nelson como un humorista de fuste (que lo era acabadamente, al punto que ayer su cuerpo inerte lucía una nariz de payaso) sería minimizar todo lo que hizo por el otro y sus múltiples preocupaciones. Cabeza de la delegación local de la Asociación Argentina de Actores por años, defendió intachablemente a sus colegas y peleó sin descanso por jerarquizar la profesión.
El último tributo se le rendía ayer, al cierre de esta edición, cuando se le dedicó la función despedida de “El arte de la comedia”. En el elenco estaba su hijo, Nelson Alfonso, heredero de su talento, de su amor por las tablas, de su entrañable cariño por la gente, de su respeto por los compañeros y de su pasión por el arte. El espectáculo debe seguir, afirma la consigna teatral, y se la cumplió con el corazón averiado por la ausencia definitiva pero lleno de recuerdos y rodeado de afectos.