(De nuestro enviado especial) Dos mujeres se encargan de los preparativos cuando todavía faltan quince minutos para la llegada del príncipe y su familia. Ambas hablan inglés y dan precisas instrucciones del protocolo. Los invitados tienen que ponerse en fila tal como ya está establecido en una planilla; habrá un momento para saludar y cinco minutos para conversar con dueños de casa.
La habitación de la recepción tiene un gran ventanal para contemplar los jardines de un palacio gigante rodeado de más de 2.000 pinos. La lluvia afuera es intensa, pero deja ver cómo una pareja de carpinchos curiosos se acerca al lugar.
Después de algunos minutos, el príncipe Akishino llega acompañado de su esposa, la princesa Kiko, y su hija, la princesa Kako. El hijo menor del emperador Akihito parece serio, ajustado a las reglas de protocolo, mientras que las mujeres de la familia esbozan una sonrisa hacia los invitados.
Ellos, como el resto de familia imperial de Japón, se preparan para un momento trascendente el próximo año, cuando el emperador deje su trono y le ceda el mando a su hijo mayor, Nahurito, de 59 años. Los medios locales aseguran que la voluntad de la máxima autoridad del palacio es retirarse y descansar sin entorpecer a su sucesor.
Después del saludo y una foto grupal, la familia imperial se divide en dos para conocer a los presentes, quienes llegaron de distintas partes de Latinoamérica en calidad de descendientes de inmigrantes japoneses. La princesa y su hija se muestran interesadas en los orígenes de cada uno y recuerdan detalles de sus visitas a Brasil, Argentina y Paraguay.
Kiko y el príncipe tienen un hijo de doce años que en el futuro heredará el trono de la casa más importante de Japón. Desde su nacimiento, la pareja adquirió más popularidad y dio tranquilidad a la clase política, que temía por la sucesión tradicional porque aún no había varones entre los hijos de los príncipes.
En 2014, Akishino visitó por segunda vez Argentina y quiso conocer en dicha oportunidad el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Allí se conectó con una de sus pasiones: la zoología. De hecho, el lugar en el que recibe a las visitas está adornado con figuras de animales y en la conversación menciona que en su jardín tiene un palo borracho y un ombú, dos especies nativas de nuestras tierras.
En la charla, la familia del emperador reconoce que Latinoamérica está muy lejos de la isla, pero asegura que sus corazones están cercanos.
El encuentro va terminando y el príncipe pide que la lluvia se detenga para que sus visitas disfruten mucho más de Tokio. Luego, junto a su esposa se despide y acompaña a los invitados hasta la puerta de la residencia, donde se quedará saludando hasta que el último se haya ido.
La lluvia finalmente no se detendrá hasta el final del día y caerá sobre la ciudad más moderna del planeta, el mismo lugar que conserva tradiciones milenarias en cada rincón. Sobre esa dialéctica transita hace décadas Japón, un pueblo con su propio tiempo, con príncipes de carne y hueso, sensibles y abiertos al mundo.
En el subte, en las esquinas o en los comercios, Tokio siempre tiene sonidos para cada ocasión. No es una ciudad ensordecedora, pero es imposible dejar de escuchar melodías en todo momento.
Los sentidos se extreman al llegar a Akihabara, uno de los barrios más populares de la ciudad, conocido internacionalmente por sus comercios de electrónica, de animé y manga. Son negocios más chicos en comparación con los de otros distritos y sus vidrieras están saturadas de muñecos con cabellos erizados o figuras de colegialas con espadas de samurai.
Para llegar al pulmón de este barrio primero hay que tratar de no perderse en su gigantesca estación de trenes. Es un laberinto de gente en el que se mezclan oficinistas y turistas que llegan a conocer el Tokyo más extravagante.
Entre los comercios también están los locales de pachinko, un pasatiempo poco conocido en occidente que se juega con una máquina armada con una pantalla y que funciona con pelotitas metálicas. El sonido que hacen es estridente y sus luces atrapan al jugador. Lo paralizan como un hechizo, casi igual o tan poderoso como la capital japonesa, capaz de hipnotizarme todos días.
Diario de viaje en Japón: día 5
En el subte, en las esquinas o en los comercios, Tokio siempre tiene sonidos para cada ocasión. No es una ciudad ensordecedora, pero es imposible dejar de escuchar melodías en todo momento.
Los sentidos se extreman al llegar a Akihabara, uno de los barrios más populares de la ciudad, conocido internacionalmente por sus comercios de electrónica, de animé y manga. Son negocios más chicos en comparación con los de otros distritos y sus vidrieras están saturadas de muñecos con cabellos erizados o figuras de colegialas con espadas de samurai.
Para llegar al pulmón de este barrio primero hay que tratar de no perderse en su gigantesca estación de trenes. Es un laberinto de gente en el que se mezclan oficinistas y turistas que llegan a conocer el Tokyo más extravagante.
Entre los comercios también están los locales de pachinko, un pasatiempo poco conocido en occidente que se juega con una máquina armada con una pantalla y que funciona con pelotitas metálicas. El sonido que hacen es estridente y sus luces atrapan al jugador. Lo paralizan como un hechizo, casi igual o tan poderoso como la capital japonesa, capaz de hipnotizarme todos días.