Perdidos en el laberinto electoral

Cuando pasado mañana se lleve a cabo aquí la décima elección a gobernador desde el retorno de la democracia, los tucumanos comprobarán que el régimen electoral mutó en una construcción artificiosa consagrada a confundir al ciudadano que se interne en el cuarto oscuro. En lugar de forjar procedimientos que brinden a los comprovincianos facilidades para el ejercicio del voto, se construyó un laberinto.

LA GACETA viene haciendo patente la opacidad que invadió el mecanismo de votación local desde que se instauraron las colectoras, que en Tucumán tienen rango constitucional desde hace tres décadas. Mejor conocidas como “lemas y sublemas”, resultaron ser la contribución devastadora del radicalismo a la Constitución bussista de 1990; y con el nombre de “acoples”, fueron el aporte gatopardista del peronismo a la Carta Magna alperovichista de 2006.

Comicios signados por decenas de miles de candidatos (hoy, en Graneros, hay un postulante cada 12 vecinos), cuartos oscuros abarrotados de boletas (el domingo, en Alderetes, Banda del Río Salí y Famaillá habrá prácticamente 70 papeletas distintas por aula) y medio centenar de fiscales en cada mesa de sufragio son parte del paisaje cívico de una democracia contaminada de falta de claridad. La claridad es, como lo dice la Corte nacional en el “Fallo Ríos”, un valor tan esencial para votar que prevalece, incluso, sobre la libertad de postularse: si todos fueran candidatos, votar sería imposible. Hay partidos, entonces, para ordenar la oferta electoral. Pero con 77 agrupaciones políticas, el orden y la claridad son fantasías en Tucumán.

LA GACETA fue también esta semana la que hizo patente el síntoma social que denuncia las consecuencias de la cronicidad de las colectoras. El cuarto oscuro no es ya un ámbito que garantiza libertad para votar, sino que es un recinto donde es muy factible perderse irremediablemente en la búsqueda de la boleta con que se quiere sufragar. Consecuentemente, los ciudadanos mandan a pedir que les lleven la boleta a su casa. Un “delivery de votos”. En moto o en auto. El secreto del sufragio empieza, así, a convertirse en un secreto a voces.

Pero el laberinto no se reduce al cuarto oscuro. Este es, en todo caso, sólo uno de los muchos ámbitos que componen el verdadero laberinto. Y sólo una de sus dimensiones. Hubo un argentino que logró desentrañar la naturaleza variable de estas trampas. Al descifrar esa trama diversa, fue exhibiendo categorías analíticas que pueden servir para orientarse en la confusión tucumana. Ese visionario, como es obvio, estaba ciego.

Ficciones

Los laberintos, se sabe, son una obsesión en la obra de Jorge Luis Borges. En El Aleph, libro publicado originalmente en 1949, los laberintos atraviesan tantos cuentos…

En El inmortal hay que cruzar un laberinto para llegar a la monstruosamente incoherente ciudad de los hombres sin muerte. La entrada es una cueva, un pozo, una escalera y una reiteración angustiante de sótanos, cada uno de los cuales -qué ironía- posee tantas puertas como candidatos a gobernadores hay en Tucumán. Y, para mayores perífrasis, de esos nueve accesos, ocho dan vueltas hasta desembocar en la misma cámara. Había que descubrir la novena puerta, que a través de otro laberinto daba a otro sótano… con nueve puertas más.

Pero este es sólo un modelo. El de Abejancán el Bojarí, muerto en su laberinto está precedido por “una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura”. Este laberinto no había sido urdido para perderse, sino para ocultarse. Y aguardar. Un visir lo construyó para esperar a un rey que lo considera desleal. Allí ajustará cuentas. Ha usado todo cuanto tiene para esa edificación porque ningún precio es alto a cambio de no ser nadie en el final. Y esta es sólo una de las laberínticas hipótesis del cuento...

En Los dos reyes y los dos laberintos, un monarca babilonio se burla de la simplicidad de uno de sus huéspedes, que se extravía en el laberinto que había mandado a construir con sus magos y arquitectos. El rey árabe humillado se vengaría después. Arrasaría con todo cuanto había construido su soberbio anfitrión. Y, a la hora de la venganza, dejó al derrotado rey babilonio sobre un camello, en un inabarcable laberinto de arena, sin escaleras, puertas ni muros, para que muriera de sed. El desierto también es un laberinto.

Uno de los laberintos más acabados es La casa de Asterión: “Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes”. La trampa se manifiesta, allí, en dos niveles. El primero, literal, consiste en que un laberinto es, también, una sucesión de escenarios idénticos. Iguales son las habitaciones, las galerías y los solares de esa edificación habitada por Asterión. Y en la imposibilidad de diferenciar una instancia de otra, es absoluta. El segundo nivel, solapado, consiste en que el laberinto de Asterión es tan complejo que él no sabe que es un laberinto. Cree, tan sólo, que es su casa.

Pero Borges ya había escrito antes sobre muchos laberintos (por cierto, lo seguirá haciendo después). En Ficciones, su libro de 1944, los personajes de La muerte y la brújula esbozan dos concepciones diferentes. “Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien podría perderse un detective”, plantea Erik Lönnrot. Red Scharlach, en cambio, no vio los laberintos en la geometría, sino en la realidad. “Yo sentía que el mundo mismo es un laberinto, del cual era imposible huir”. El laberinto está entre nosotros. O más bien, ya estamos en el laberinto. El laberinto es aquí.

Y está El jardín de los senderos que se bifurcan. El protagonista, Yu Tsun, es nieto de Ts’ui Pên, quien supo renunciar al cargo de gobernador de Yunnan para escribir una novela “y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres”. Yu Tsun también piensa en esas construcciones pergeñadas para que quien ingrese no encuentre la salida. “Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir”. El laberinto, entonces, es el ámbito donde las dimensiones del tiempo se confunden. El pretérito y el futuro se indistinguen. Se indeterminan.

Más aún: en este cuento, Yu Tsun descubre que su abuelo Ts’ui Pên no encaró dos tareas, sino una. El laberinto donde se pierden todos los hombres es un libro. Un texto circular. Cíclico. Donde principio y fin son idénticos. El laberinto está escrito. Como escritas están las leyes.

Tucumán es el jardín de la república que se bifurca en senderos de atraso electoral.

Realidades

El laberinto del régimen tucumano de comicios tiene la naturaleza, los niveles, las evidencias y los solapamientos de las construcciones que Borges descubrió.

La reforma política, en un primer plano, liquidó los partidos municipales y comunales. Pero su texto termina tal como había comenzado la novela de las colectoras: sigue habiendo muchísimos partidos. Hay regímenes de dos (bipartidistas), de tres y de cuatro (multipartidistas) y hasta de 10 (pluripartidistas). Pero no de 77.

Y hay un segundo plano que no se atendió. A pesar de que la Constitución de 2006 manda dictar antes de que terminara ese año una ley reglamentaria del voto electrónico, no hay tal cosa. Entonces, los tucumanos siguen votando como en 1916, cuando se pone en práctica la Ley Sáenz Peña (fue sancionada en 1912): papeles que van dentro de un sobre que se deposita en una urna.

En los 100 años del siglo XX, se pasó de la máquina de escribir a la computadora portátil; el tren conoció el apogeo y la cuasi extinción; y no sólo despegó la aviación comercial sino que surgieron los aviones supersónicos… y desaparecieron. Fue posible la telefonía a larga distancia, el discado directo y, claro está, los celulares. Del telegrama al mensaje de texto y luego a WhatsApp. El hombre llegó a la Luna y se pusieron satélites en órbita y GPS en los autos. Aparecieron las tarjetas de crédito y de débito. Surgió el código de barras y evolucionó hasta el QR. Nació el disco duro, los disquetes y los más variados soportes de memoria informática. La fotografía y la filmografía pasaron del celuloide a lo digital. Aparecieron la insulina, la ecografía, la tomografía y la resonancia magnética. La televisión pasó del blanco y negro al color, y del tubo de rayos catódicos al LED; y tras imperar por décadas ahora es amenazada por los servicios “on demand” como Netflix. El cine pasó de ser mudo a tener voz, de los grises al “technicolor”, del 2D al 3D y al 4D. La energía nuclear es una realidad hecha reactores y bombas. Aparecieron el aire acondicionado, el microscopio electrónico, las focopiadoras, los videojuegos, las aspiradoras y los hornos de microondas. Y, como si no bastara, internet. Y las redes sociales.

En ese lapso, el sistema de votación en Tucumán pasó de la urna de madera con llave a la urna de cartón con faja adhesiva. No es que nos perdimos las tres revoluciones industriales: ni siquiera experimentamos la más básica de las evoluciones de los mecanismos electorales.

Ese es “el” laberinto. No se puede distinguir entre el hoy y el ayer en materia de realización de elecciones. Claro que con la misma matriz de análisis se puede abordar lo social, lo económico, lo institucional y lo educativo, pero Borges es infinito, y las columnas de opinión, no.

En todo caso, habrá que reparar en que aquello que ayuda a diferenciar una elección de otra es la decadencia en el proceder de los que aspiran a representar al pueblo. Las prácticas clientelares durante el día de la votación, y el oprobio y la injuria como instrumentos de campaña electoral, son cada vez peores.

Qué trágico: con el tiempo, Asterión aprendió que podía usar los restos de las personas que entraban a su casa para marcar algunas galerías y reconocerlas respecto de otras… Si sólo se pueden distinguir unos comicios de otros con los “cadáveres del placard” de la reforma política, el laberinto está completo. Si no se nota, es porque todos viven dentro de él.

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