Un amigo llamado Wimbi

El impacto que implica entrar por primera vez a la famosa Catedral del Tenis.

Las primeras veces son así. Inesperadas. Ansiosas. Seductoras. Irrepetibles. Desenfrenadas. Sorprendentes. Curiosas. Obedientes. Intensas. Locas. Imprevistas. Envidiables. Presumidas. Tímidas. Limitadas. Precavidas. Divertidas. Intuitivas.

Por estos días, Londres fue Wimbledon. Apenas aterrizás te avisan que será así. Por eso cuando caminás por Chelsea en busca de un lugar para cenar te vas a tropezar con algún hotel decorado con amarilladas pelotas de tenis. Son de cotillón. Adentro, seguro se aloja algún jugador.

La primera vez hay que elegir. Podés ir en lo que quieras. Tren, ómnibus, auto, taxi o a pie. En Londres todo está cerca porque tenés en qué ir.

La primera vez te dejás llevar. Salís del hotel pensando que llegarás tarde. Que el ómnibus se demorará lo suficiente para perderte lo que no querés perderte. Pero Londres puede ser lento, pero no impuntual. Por las dudas Mery -sí con e y con y- se ocuparán de adelantar o atrasar los relojes para que todo sea a horario. Gonza la ayuda a su manera. Le pone la porción de humor y de flexibilidad necesarias para que la rigidez de la joven siga siendo porteña y no británica. Ellos son de Quilmes pero están vestidos de Stella Artois.

La primera vez siempre tiene un lugar especial. El balcón de Stella alcanza para recibir a los periodistas argentinos. La primera vez pensás bien qué te vas a poner. Mery te va a decir que da lo mismo. Que no importa. “Gonza” te sugiere que te vistas de blanco.

La primera vez tiene color. Wimbledon es verde. Tiene flores en cada cantero: las hay lilas y las hay rosas. El césped está hasta en el marcador de los resultados. Trepa por las paredes. Hasta el cuadro que describe las llaves de cada uno de los partidos es verde. La entrada del court central es verde. El logo con las raquetas cruzadas se viste de verde. ¿Quién no se pone verde en Wimbledon? Los jugadores. Ellos, de riguroso blanco rinden homenaje a la solemnidad. El público viste colores claros y seguro sacó del ropero la mejor ropa porque si hay algo que distingue a Wimbledon es su elegancia. Por supuesto que está el señor que se puso la remera roja o la señora que cree que el amarillo le queda bien. Tampoco, falta el “desubicado” que se puso un jean y unas zapatillas. Pero son “extranjeros” de la catedral del tenis.

La primera vez tenés tanta ansiedad que no ves la hora que llegue ese momento. Pero en el balcón de los anfitriones todos tienen paciencia. Tienen tiempo para tomar una cerveza, para saborear ensaladas exóticas y hasta para conversar. No entienden -o tal vez lo saben muy bien- que la primera vez es excitación pura. Pero ahí, desde lo alto te tenés que conformar. Y ves pasar a la señora con vestido de hilo que presume más que su marido con el sombrero y el bastón. Tenés que aguzar la vista porque allá lejos -tal vez no sea tanto, pero la vista no alcanza a distinguir a los gladiadores de Wimbledon- están los jugadores que en unos minutos van a entrar a la cancha. Precalientan, levantan pesas, sus entrenadores les tiran pelotitas y ellos corren a buscarlas como un caniche inquieto.

La primera vez, aún sin darte cuenta, cuidás hasta los mínimos detalles. Y, Stella Artois, también. Antes de salir a la cancha preparan una copa de su cerveza preferida y le ponen tapa para que ni la espuma se desparrame, para que ni una gota quede afuera, para que Wimbledon siga impecable. Para que el verde no se manche.

La primera vez te sentís poeta aunque no sepas que un adjetivo es el amigo con el que el sustantivo quiere salir de juerga todas las noches. Inevitablemente, ves tenis y talento sobre el verde que es una carpeta de un centímetro y medio. El pasto es alfombra y pintura.

En ese grado de locura la cancha de golf que está al frente del estadio se olvida de los palos, de las pelotitas blancas y duras y se convierte en la mejor alfombra para los rollsroys, mercedes benz y otros palacios de cuatro ruedas que son parte de la gala inglesa.

La primera vez -y siempre- Wimbledon te hace sentir exclusivo en la multitud. Te hace comer frutillas con crema -bien líquida- y te hace tomar Pims.

Wimbledon te atrapa con su luz porque el sol sigue despierto después de las 21 y además, como si fuera poco, te regala el genio del mejor tenis. Por eso cuando te despedís te vas sintiendo que estuviste una larga tarde con un amigo al que ahora tuteás y tratás de Wimbi y a quien todos prometen volver a ver.

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