14 Junio 2020

Por Fabián Soberón

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Yo, Manuel Belgrano, digo a todos que no me sentí apto para la efervescencia de la hora.

Pese a lo que han dicho y seguirán diciendo, la revolución no fue fácil y tampoco fue fácil para mí. Deben saber que lo que sigue a la revolución no es un dislate sino un problema. No sé si llegamos a buen puerto.

En el Gran Norte de Jefferson firmaron un documento federal. Aquí el turbio río de los hechos manchó el futuro incierto.

Es cierto que he dado todo en el campo de batalla y en las bolsas útiles del comercio para mejorar la vida diaria de los hombres. Pero también es cierto que el único que puede dotar de la verdadera felicidad a los hombres es el mayor general, el que está en las alturas inalcanzables para el alma mortal.

Debo confesar que no he tenido suficientes conocimientos sobre la cosecha del cáñamo y del lino pero que he intentado ayudar en todas estas materias buenas para el país. Tampoco he sido un estudioso profundo de las bondades extensas de la milicia pero he luchado en tantas batallas como me ha tocado.

Quizás por eso no entiendo el fervor póstumo.

En las noches largas, solo iluminado por la luz de la esperanza, bregué por la patria nueva y nadie me acompañaba, salvo el incomprendido Dorrego. La soledad es una gran cosa cuando uno está en compañía amorosa pero es un cuchillo que se clava en la esperanza cuando bregas sin la ternura en el mar de la desdicha.

Dorrego fue un amigo, un hábil y gran colaborador. Dorrego estuvo siempre. Cuando ocurrieron las batallas, él estuvo. Cuando mis honores cayeron en picada, él estuvo. Cuando toda la patria parecía desmentir la gesta que habíamos hecho, él estuvo.

Sin embargo, hubo un episodio que marcó a fuego nuestra relación. Estaba el gran general de nuestra América al mando. Se encontraba a su lado Dorrego y un poco más allá estaba Yo. San Martin pidió que se hiciera la demarcación de los puestos de orden. Eso se hacía cada vez que se estaba por librar una batalla frente al enemigo invasor. Los caballos estaban listos. Los pocos y bienintencionados soldados estaban listos. San Martin tomó la palabra y dio la voz de mando. Todos debían repetir la orden dada por el general en jefe. Cuando Don José dio la orden me tocó el turno. Cuando lo hice, Dorrego empezó a reír. San Martin le recriminó la risa. Dorrego se contuvo por un instante. Hubo un silencio helado en todo el regimiento. Luego Don José, el jefe máximo, dio la misma voz nuevamente, como si nada hubiera ocurrido. Yo repetí la palabra del jefe máximo. Ahí mismo, el querido y fiel Dorrego, amigo personal y cuidador de mi destino en el campo de batalla, volvió a reír. Yo no sé de qué se reía. Nadie lo sabe. Este es uno de los secretos de nuestro pasado. Es el gran secreto en la vida de nuestra nación. ¿Por qué se rió el queridísimo amigo Dorrego? ¿Habrá tenido una enfermedad que le impedía respetar la orden del más grande entre los grandes? ¿Habrá ocultado el más fino de los miedos en un ser humano? ¿Habrá tenido envidia de este servidor?

Nadie lo sabe.

Yo, Manuel Belgrano, hijo de Domenico Belgrano Peri y hermano del teólogo primogénito que honró a nuestra venerada familia española, digo a todos los que quieran oír, que en el suelo tucumano dejé mis valores más importantes y que allí, bajo la sombra iluminada e ilustre del gran jefe Don José de San Martín, empezó mi recaída. ¿Por qué no supe detenerme? ¿Por qué no escuché la risa sarcástica y férrea del gran amigo Dorrego?

Esa campana sonora y artera, silenciosa, amable, finalmente, era la señal invisible que indicaba que allí empezaba mi caída. ¿Por qué no pude dejar para las huestes de los enemigos el cuerpo ya blando, dejar, digo, el cuerpo que albergaba el alma de un individuo fuerte pero incapaz de cumplir con los destinos de la Patria? Si hubiera abandonado mi ambición allí, en la tierra de los tucumanos, si hubiera entregado mi cuerpo como síntoma de mi ambición, quizás no habría corrido el albur de convertirme en este héroe de cera y huesos, en este héroe vítreo y vano en el que me han convertido las manuales de historia.

Esa es la clave de todo, es la clave del destino póstumo y ruin, sudamericano. Nadie puede torcer el curso divino de los hechos, ese curso ordenado desde el más alto cielo por el rey todopoderoso del mundo. Dios ha querido que las cosas ocurrieran de este modo. Por eso pido a todos los que puedan oír, pido que dejen de enaltecer mis virtudes y puedan indagar en las zonas oscuras de mi pesarosa alma. ¿Quién no tiene un rincón que necesita tapar con las manos?

Es cierto: luché, con denuedo, en las gráciles batallas polvorosas y batí mi espada como debía hacerlo. Puse los brazos y las manos y las corridas y la fuerza debida y solicitada.

Sin embargo, nadie conoce cada centímetro de mi esfuerzo, salvo el esmerado y burlón amigo Dorrego. Nadie ha sentido juntos el deshonor y la gloria, el dolor y la dicha en una sola y única pieza diminuta. Yo, Manuel Belgrano, sentí todo eso. Y el único testigo fue fusilado, injustamente, por el férreo y malvado Lavalle, en esa jornada impúdica y vergonzosa, en esa tarde triste en la que eliminaron en una serie de disparos la única oreja que supo escuchar mis lamentos, mis alegrías cortas, mis amores rezagados y perdidos.

A ti te recuerdo, desde la tumba, estimado amigo burlón. Para ti van estas palabras de sosiego en medio de tanta agitación vacía e inerte, la turbación que mueve los corazones de mis compatriotas desorientados.

A ustedes va también esta misiva desde la ultratumba.

Lo que más quiero es que puedan oír, en medio de los tambores insolentes del presente, este sincero acto de valentía, el único que tuve en los últimos tiempos.

Solo mi madre estuvo al tanto de cuánto adoré a mi padre y de cuánto aprendí de él sobre los negocios en el mundo de los vivos.

Mi padre me hizo entrar en las redes sociales y en el ruidoso oropel de las cosas vividas pero no pudo alertarme sobre dos cuestiones terribles y urgentes: en primer lugar, el mundo es peor de lo que yo imaginaba; en segundo lugar, yo no podía saber -a mis 20 años- que no estaría capacitado del todo para enfrentar los desafíos del futuro fervor revolucionario. Con todo, estudié, enseñé, amé, juzgué, y partí. Y después fui condecorado con la palabra del manco Paz, en ese uso del verbo con el que me juzga hábil hasta que empieza a trazar un boceto de mi persona que el dibujo convierte en un fantasma. Para el general Paz fui un modelo y fui el que no estuvo a la altura del modelo.

Para Mitre, el gran poeta y traductor Bartolomé Mitre, fui, antes que nada, el creador de la bandera.

Nada de todo eso merezco: ni el honor y el dolor en la batalla ni ser el autor del color doble de la bandera.

La historia futura me juzgará de otra manera, acaso según el amor que sentí por mi patria antes del fin.

Desde la noche de los tiempos, desde la tumba sin nombre recuerdo a todos los descendientes de la España y de las antiguas colonias del sur: solo soñé un mejor futuro.

Nada espero. Debo decir, aunque nadie quiera oírlo, que me han otorgado una gloria que no merezco.

¡Salud! ¡Salud a todos los vivos!

Manuel Belgrano

© LA GACETA

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