La ciudad de Los Beatles: peregrinaje del no creyente

Este es un viaje adonde todo empezó. The Casbah, The Cavern, la casa de John. También es un viaje por lo que no fue y un recorrido personal por la historia del grupo que revolucionó la música, y la cultura en general.

26 Julio 2020

Por Sergio Silva Velázquez

PARA LA GACETA - LIVERPOOL

La vida es mejor con ellos. Lo juran paranoicos, freaks, atormentados al borde del fin: uno puede sobrellevar la existencia con ellos. Hace relativamente poco leí la mejor definición que se hizo del fenómeno. “Que gran regalo de la vida son Los Beatles”, tuiteó el argentino Daniel Molina, @rayovirtual, crítico de arte, como bandera y panfleto en ese micro mundo plagado de verdades y mentiras a medias que es Twitter. Un regalo. Como un hijo para quienes lo tienen. O ese alguien que amas, con la vital diferencia de que no te abandonará nunca. Un regalo de la vida. ¿Hay una manera mejor de decirlo? Posiblemente muchos se hayan devanado los sesos. No hay ninguna mejor. Lo sostengo mientras escucho una canción cualquiera con ese sentimiento que nos estruja el corazón. Porque sí, porque pueden ser también eso. Al menos para mí: un hoyo en el corazón. Una penetración inconsciente que lastima y te escarba lo más recóndito. Porque ya no eres más lo que fuiste. Porque ya nada es como era entonces.

Empiezo a confirmarlo frente a The Casbah, en el 8 Hayman’s Green, Liverpool L12 7JG, y procuro imaginar el nuevo sonido perfeccionado en Alemania. Ese que se escuchó en la fiesta del 17 de diciembre de 1960. Unos minutos más y ya estoy dentro para ver el techo estrellado pintado por John Winston Lennon: una afirmación que puede ser mentira para un no creyente-claro que sí- pero la mano ejecutora, que pudo haber sido la de cualquiera, hace la diferencia y de pronto, ese techo que miras es un tesoro invaluable que se deja admirar conforme ese sentimiento recóndito te apuñala el corazón. Estoy en el lugar. Uno que es lo equivalente a Tierra Santa para un creyente. Representa la regresión a mi infancia y mi temprana adolescencia. Mi primera lectura “seria” además de El Hombre Mediocre, de José Ingenieros, fue Shout, la rigurosa biografía de Philip Norman. Un regalo de mi padre. Una de las mejores cosas que hizo por mi educación.

Shout está enfocado especialmente en estos rincones que hoy examino por mi cuenta, conteniendo la respiración, sin querer casi emitir un aliento que rompa el sortilegio que nos cautiva a las seis personas en el lugar. Siete, si cuento a Sandra, la guía. Un tour personalizado nos prometía. Cumplió. Miro de reojo a Fernanda, presa del hechizo: el alma en vilo y los ojos bien abiertos. Examinamos las reliquias de un fenómeno que definió el curso de la cultura occidental y nos emociona. Puede que sea de esas cosas únicas que nos han emocionado juntos. Hay dos músicos españoles que contemplan mudos el ambiente pequeño, claustrofóbico, procurando asumir que los héroes estuvieron entre estas cuatro paredes junto con sus discípulos y eventuales testigos de cómo se escribía la historia. Hay cosas levantadas, restauradas. Las paredes han sido adornadas con fotografías de los reverendos que nos remontan a esos tiempos que no volverán. O pretenden hacerlo. La biografía de Norman a mí me sirve para eso. Me remonta a una página entre las primeras cien donde he leído la historia, al menos, una veintena de veces. Lo prueban las páginas sucias de mi volumen aún visible en la biblioteca. Aún en estos tiempos de webs y redes sociales, esas páginas significan demasiado para mí para intentar entenderlo: cómo unos chicos en este lugar pudieron hacer una revolución musical, cultural y social. Por qué ellos y no otros. Cómo predeterminaron una época que todavía proyecta sus soles. Cómo pudieron. Cómo un destino atravesó a cada uno de los protagonistas. Uno se ve obligado a creer un poco cuando conoce las articulaciones de la historia. ¿La mano de Dios estuvo posada en este lugar?

Si es para creer en las cosas buenas, he de admitir que sí.

El Beatle que no fue

Los ojos van saltando de aquí para allá. Quitando el piano, que no puede asumirse como original -digo yo, en mi inquebrantable racionalidad- este sitio, que perteneció a la familia de Pete Best, el primer baterista, estuvo cerrado durante treinta años. ¿Puede ser cierto? Que Pete estaba deprimido. Que a su familia no se le ocurrió hacer nada durante tanto tiempo desde 1962. Que Mona Best era una mujer terca para poner en vereda a cada uno, en especial, al dúo creador, vanidoso e inconsciente, como cuando se negó al reclamo por 15 peniques de la actuación de una noche. Sí, Mc Cartney y Lennon. Sólo ellos. Bien por Mona. Que mujer debió haber sido. Cuanta autoridad debió haber emanado de su figura. Tanta para hacer que Neil Aspinal, uno de los amigos del grupo, futuro chofer de la banda y el mejor de su hijo Pete, se volviera loco por ella. Para mantener un adulterio oculto y producto de esa relación naciera un hijo, hermanastro del desgraciado de esta historia que, con el tiempo, conocería la verdad humillante. Pete, amigo querido, pobre; no hay nadie que conozca que haya tenido tanta mala suerte en la vida. Pobre. La fuerza hacedora ha pasado a tu lado sin salpicarte siquiera un poquito.

La vida no es vida sin ellos

Entre estas piedras, donde fue construido este sitio que significa para muchos lo que la casa de la Virgen María en Turquía podría representar para mi tía Tita- la persona más creyente que conozco-se respira eso que pasó en aquel momento. Pero yo nunca he sido un hombre de fe. Necesito pruebas. Vengo a buscarlas aquí pese a que algo me dice que sí, que debió ser verdad. Que estuvo cerrado durante todo ese período mientras afuera se hacía la revol ución. Como un bunker antinuclear, a salvo de la radiación que se apoderaba de las almas de una generación. Que fue tierra sagrada a salvo de saqueadores durante décadas. Que a nadie se le haya ocurrido, me desconcierta. Los ojos repasan las paredes: no es momento de selfies sino de procurar atrapar la atmósfera, en caso de que todavía exista. Pero no tiene caso. No percibo la vibra. Me quedo vacío otra vez mientras escucho a la mujer decir tal o cual dato que ya sé de memoria. Me sé la historia de atrás hacia adelante y viceversa y no hay nada de lo que diga que pueda sorprenderme. Percibo la angustia de no encontrar la piedra que pruebe que estoy en el sitio correcto. Repaso esas paredes restauradas con fotografías que he visto –con excepción de los retratos de la familia Best que son muy buenos- hasta que encuentro la prueba. Sí. Eso es lo que venía a buscar. Enmarcadas en fotografías, con un simple vidrio, hay tres notas escritas de puño y letra. Las letras diferentes entre sí, describen cada una, la autobiografía individual. Es lo que podría escribir cualquier chico de 20 años y uno de 17. Sus gustos, aspiraciones y lo que fueron antes de convertirse en lo que serán. Es una cita apenas de su periplo por el Kaiserkeller; la calle Reeperbahn –donde se erigen hoy las cuatro figuras en una plaza-como resumen de las tropelías en Hamburgo. Ahí está. Es todo lo que necesito. Mi conexión definitiva con el sitio. Y entonces yo, que soy tan incrédulo como Tomás, me convenzo de que este es un templo que debe ser respetado y venerado. Que Dios debió haber posado su mano sobre este lugar.

The Cavern

Los Beatles no se parecían a nadie que hubiera tocado en The Cavern. Un periodista lo afirma, el 9 de febrero de 1961, como un testigo intruso, a la mitad de la segunda entrada, justo antes de que todo explotara. Que nada antes visto podía comparárseles. Que no existía alguien como ellos en ningún lugar de las islas británicas en ese momento. Nada aproximado al sonido adictivo emitido esa tarde de febrero de 1961, en ese reducto soporífero del número 10 de Mathew Street. Que todos siguieron la pulsión que brotaría de allí, como un puro manantial del que beberían generaciones de músicos. Ahí está escrito y uno debe creer: “Actuaron en 292 shows”.

Solo los testigos de esas presentaciones pueden decir exactamente qué fue lo que sucedió y qué sintieron. Estoy en el sitio exacto donde cayó el napalm. No se puede reconstruir su olor como le hubiera gustado al Teniente coronel Kilgore, aspirar lo rancio del sudor de las paredes refregadas por las niñas que gritaban por sus ídolos transpirados. Este un sitio reconstruido. Donde Sir Paul volvió mucho después, como lo ilustra una fotografía: “El regreso de Maca”. Lo que antes existió es un misterio indescifrable. Incomprensible como lo fue el acto que tuvo lugar dentro del Santo Sepulcro. Ese misterio se fue a pique el día que demolieron este rincón –ubicado en rigor algunos metros más delante de esta “réplica exacta”- que los turistas visitan en una especie de plan Disney a la caza de trofeos pintados con mal gusto. No está aquí el moho de las paredes, las infinitas secreciones del baño atestado, el grito seudo gutural replicado hacia otras latitudes desde esta pila bautismal. La energía lanzada desde el minúsculo escenario por estos adolescentes de aspecto obsceno, vestidos de cuero negro, que rezuman emoción, intensidad y vibra inmediata, desdibujados en el vaho del aire irrespirable. Acaban de regresar de Hamburgo y en ellos todo es emocionante, diferente e intoxicante. Lo dicen los movimientos sincopados de los presentes, imantados por las sacudidas de las cuatro cabezas. Todavía falta para llegar al sábado 28 de octubre de 1961, el día en que el adolescente Raymond Jones entró en la tienda de discos de NEMS, propiedad de un tal Brian Epstein, preguntando por el disco My Bonnie. La razón para que el burgués Epstein se sumerja en el sótano, el 9 de noviembre de 1961. Quizás el tal Jones fuera el ángel anunciador. No hay manera de probarlo. No hay arca posible que pueda transportar la jungla que pululó por este antro, ni máquina que pueda encapsular eso que pasó en este lugar. Entonces ¿qué hago aquí? El tiempo se ha llevado todo, dejando una barra con tragos alusivos, un escaparate con prendedores, discos, réplicas en miniatura de instrumentos, lateríos, remeras, tazas que llevan mal pegadas el nombre -nadie puede replicar el nombre The Cavern en el mundo ni vender supuestamente nada alusivo- del sitio que cientos de músicos visitaron como templo. Un nombre impreso que se despegará inexorablemente del objeto que se compra, tal como mi hermano lo comprobará con el tiempo. Una chapa alusiva donde se replica el programa de noviembre de 1961 que adquirí por 20 libras. Nada más. No se puede replicar el pésimo sonido del bajo de Stuart Sutcliffe que debió detestar Mc Cartney, ni la batería cumplidora de Best, atrapado en su jopo para siempre. Nada puede ser como entonces. Ni el sonido que destetaba las primeras colaboraciones McCartney-Lennon, antes de quedar eternizada la firma Lennon-Mc Cartney, tras un ataque de celos del primero. Uno y otro. Ambos. Guerra de egos enormes, cargando su propia sombra. Que Harrison era mejor no es cierto. No podía serlo a pesar del grandísimo artista que George fue, en medio de esas prodigiosas cabezas de medusa, portadoras de una antena que captaba todo para una retransmisión que arrasaría con todo a su paso. En 1961, la imagen los muestra distantes, en un parate de un show que está a punto de recomenzar. Uno y otro parecen no darse cuenta del viaje a la eternidad que están a punto de emprender. En 1966, Timothy Leary, promotor del LSD durante aquella década mágica, los definió tan desconcertado como Don Draper, el protagonista misterioso de la serie Mad Men, tras escuchar Tomorrow Never Knows: “Declaro que los Beatles son mutantes. Prototipos de agentes evolutivos enviados por Dios, dotados de un misterioso poder para crear una nueva especie humana, una joven raza de hombres libres que se ríen”.

En 1961, apenas cinco años antes de Revolver, cada uno seguía viviendo en las casas de sus familias. Piensen solo en eso.

“No llegarás a nada...”

Liverpool no es una ciudad precisamente pequeña para quienes venimos de San Miguel de Tucumán. Hay que andar bastante para llegar a Woolton, considerado aún hoy como un suburbio. Andar el camino que McCartney hacía en bicicleta para ir a Mendips para ver a su socio, es toda una experiencia. Contra lo que hubiera deseado cualquier fan del Working Class Hero, la casa del Lennon adolescente es vistosa y no se compara a las de sus compañeros de ruta. Los ventanales “octogonales” trazados por unos tonos rosas ridículos, lucen igual a las fotos que he visto en mi libro de Norman. Dan ganas de tocar el vidrio de no ser porque lo prohíbe el señor que representa al National Bank Trust, que ha comprado la propiedad –a Yoko, ¿a quién sino?- para exhibirla a los visitantes. Los fanáticos pagan sus buenas libras para atravesar el portoncito que ha abierto este señor para nosotros. Quienes no pueden hacerlo, se quedan del otro lado y ensayan enésimas fotografías de la fachada. Nosotros vamos a entrar de la manera en que los dos amigos menores del chico que vivió aquí lo hacían. No por la puerta principal, sino por el acceso de atrás, tal como lo ordenaba la tía Mimí y como nos indica este señor. Tal vez sea para no turbar su alma arrepentida. “No llegarás a nada con esa guitarra”, le dijo, más de una vez a su errático sobrino. Tal vez por eso, no hay en la tierra hoy mejor persona que este sujeto para custodiar la casa.

Es un hombre entrado en años, que adopta un tono riguroso que destila respeto y un inglés pedante al mismo tiempo: una desilusión más para el fan que busca señales del John gamberro que supo sacar canas verdes a la tía Mimí. Ya conocen la historia. Mimí podría confiar en este inglés del National Trust Bank que cuida de este recinto como si fuera Fort Knox. Parece mentira que a través de una de esas ventanitas que veo arriba, se apareciera Mimí, en los días que siguieron al 8 de diciembre de 1980, fecha en que cada quien sabe dónde estuvo: yo con mi mamá y mi papá, en el living de mi casa de José Manuel Estrada 738, San Miguel de Tucumán, mirando la placa en blanco y negro que anunciaba la muerte del señor que vivió en esta casa. Recuerdo que mi madre se tapó la boca por la sorpresa y mi padre abrió los ojos grandes, sin yo sospechar porqué. Que la rigurosa Mimí dejara entrar a las personas que se aparecían en el 251 Menlove Avenue –como ahora se quedan afuera si no pagan- debió haber sido toda una aventura: una especie de dos por uno, si tenemos en cuenta que conocías también a la famosa Mimí. Que quienes contaron con esa suerte entraban también como lo hacemos nosotros, por la parte trasera, atravesando el jardín, por la puerta de la cocina para pasar un cuarto pequeñito de estar, donde hay una radio y se encontraban con la escalera que conduce a los pisos superiores. Que Mimí les dejara entrar en la habitación y hasta acostarse en la cama que hoy sólo podemos mirar a distancia, sin sacar fotografías. Que Mimí fuera mucho más permisiva que el señor del National Bank Trust debe ser algo tremendamente desolador para más de un fan, obligado a sacar la conclusión de que el sueño, efectivamente, terminó.

© LA GACETA

Sergio Silva Velázquez – Periodista y escritor.

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