Los contagiados necesitan contención, no intolerancia

Hasta la semana pasada, los contagiados de covid-19 perseguidos y discriminados eran protagonistas de historias foráneas. Mayormente casos propios del AMBA, donde la sola sospecha de un caso llegó a provocar escándalos. La cacería no es de brujas sino de enfermos de coronavirus y adopta diversas formas: escraches virtuales, amenazas, dedos acusatorios. Activado el miedo, la pandemia engulle la empatía y emerge lo peor de la sociedad. Así que además de estar enfermos, con toda la carga física y emocional que eso representa, quienes pescaron el virus deben padecer una condena que, más que injusta, es indignante. Cuando necesitan contención, lo que reciben de varios sectores es intolerancia.

La maquinaria de las fake news luce aceitada e implacable. Apenas se desmiente un mensaje malicioso, alarmista y orientado a crear el caos, se viralizan otros. La pregunta, tan difícil de responder, es por qué. ¿Qué puede motivar a una persona a diseminar la incertidumbre, el pánico y la desconfianza? ¿Cómo funciona esa mente perversa e irresponsable? ¿Qué clase de interés puede movilizarla? ¿Político? ¿Económico? ¿O el simple goce de sembrar vientos para que la cosecha de tempestades se lleve puesta las nociones básicas de solidaridad? Propalar una cadena de falsedades en un audio de Whatsapp es una práctica mucho más sencilla que fraguar comunicados, tomándose el trabajo de pegar membretes y firmas. Ahí se desnuda una maniobra que excede al sociópata porque se trata de una desestabilización lisa y llana. Seguir pistas en el intrincado universo virtual no es sencillo e insume tiempo y recursos, pero tratándose de delitos tan graves es imprescindible el esfuerzo, como también el rigor de las penas que deben aplicarse a quienes horadan el espíritu de los tucumanos.

La otra vertiente de esta usina se orienta, precisamente, a generar un sentimiento de rechazo hacia los contagiados. A culparlos, a estigmatizarlos, a sentarlos en un imaginario tribunal popular para juzgarlos por el delito de estar enfermos. Ser víctima del coronavirus, a estos ojos, equivale a transformarse en radiactivos, bombas de tiempo ambulantes que conviene desactivar a como dé lugar. La onda expansiva alcanza tanto a las familias y a los vecinos de los contagiados como al personal de la salud. Ya vimos infinidad de situaciones en las que médicos y enfermeros pasaron de recibir aplausos desde los balcones a sufrir toda clase de intimidaciones. La diferencia con las fake news es que aquí la acción salta de las redes a las agresiones físicas: desde el vacío que representa negar un saludo o eludir el contacto (a distancia) hasta los insultos o -como quedó demostrado- una golpiza cobarde y artera.

¿Alguien puede pensar que la gente se enferma porque quiere? ¿O que contagia –por lo general a sus más cercanos- a propósito? Da la sensación de que sí, al menos es lo que se desprende del razonamiento (?) de quienes impulsan los escraches. Aquí hay algo más profundo, un virus instalado en el disco rígido de la sociedad cuya capacidad de daño excede a la covid-19 (que, a fin de cuentas, será contenida cuando den en la tecla con la vacuna). Ese otro virus ataca sistemáticamente en tiempos de crisis, desatando una pulsión irrefrenable por señalar enemigos, en este caso los enfermos, en los que se pueda descargar la angustia y la frustración. Siempre aparece un otro al que se le endilga la culpa y sirve para exorcizar los miedos propios. Como las redes proporcionan la infame herramienta del anonimato se puede ser todo lo virulento que la situación proponga.

El momento histórico demanda justamente lo contrario. Cada día se suman nuevos casos y lo que precisan los contagiados es la certeza de que están contenidos y acompañados, no sólo por la excelencia del personal médico que los atiende. “No estás solo si es que sabés que muy solo estás”, dice la canción de Serú Girán. Si hay un Tucumán abonado a las fake news y a los escraches, hay otro más grande y generoso, responsable y empático. Creemos que en estos tiempos tan delicados se imponen la prudencia y, por sobre todo, la fraternidad.

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