20 Septiembre 2020

Por Samuel Schkolnik

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

La evolución del hombre no es sólo una mejora gradual de sus comodidades, un aumento progresivo de su dominio, una extensión creciente de su lapso de vida. Junto con todo ello, a través de todo ello, lo que en el hombre asoma es la intención de redimir la existencia, de asignarle algún significado. Porque librada a sí misma, mi amigo, la existencia es una pobre cosa, que hoy está y mañana no, y para cuya extinción –como usted sabe- no es necesario que conspiren todas las fuerzas del Universo, sino que basta con la más leve brisa. Por eso, porque desde el principio lo que estaba en cuestión no era sólo la vida sino su significado, es que junto con los primeros útiles labrados por el hombre en la dura piedra de los orígenes, aparecen también los primeros sepulcros, que, dígase lo que se diga, representan la voluntad de no ver a qué nos reducimos cuando la vida nos deja, o, lo que es casi lo mismo, la necesidad de negar que la vida pueda dejarnos, o, lo que es casi lo mismo, la postulación de alguna forma de vida que sucede a la vida terrenal. Porque lo que espanta de la condición mortal no es que sea transitoria, sino que no conduzca a nada, que no esté regida por una dirección, que carezca –en fin- de sentido. Por lo contrario, se admite de buena gana que sea transitoria, es decir que sea una situación de tránsito hacia modos ulteriores de existencia. Y es así concebida, la vida significa esas ulterioridades, las cuales a su vez –y como por obra de reflejo- otorgan un significado a la vida.

No importa en qué términos sean imaginadas esas ultimidades; según usted sabe, a menudo lo son como un sistema de premios y castigos administrados por una deidad poderosa. Lo que de veras cuenta es que, si se cree eso o algo parecido, los actos de todos los días –los de a cada rato- dejan de ser intrascendentes, pierden su insufrible liviandad para cargarse de consecuencias, y de tal manera grávidos permiten considerar la vida entera que ellos suman como algo consistente, como un camino tendido hacia una meta, y no como una inconexa sucesión de instantes que se desvanecen. Porque lo que nos estruja el alma es que no haya diferencia entre haber y no haber vivido, y eso es lo que sentimos cuando los pasos que damos parecen no conducir a ninguna parte, por lo que viene a ser lo mismo dar uno en un sentido y el siguiente en otro, o no dar ninguno, como quien en medio del camino de la vida se hallara perdido en selva oscura.

No crea, Schkolnik, que éste es un negocio que preocupa solamente a los filósofos profesionales; hasta le diría que ellos apenas si atienden a la cuestión. Que la vida tenga o no tenga sentido importa mucho más a la gente común y corriente que a las personas de la academia, y lo hace en el más alto grado de interés. ¿Quién no ha sentido, durante dominicales tardes de retreta, ahondarse en la boca del estómago la desventura de existir?

Y porque se trata de un asunto que inquieta a todo el mundo, no le quepa duda de que debió inquietar desde el principio, desde el abrigo de los inciertos fogones en las cuevas, mientras afuera bramaban el tigre y la tormenta. La mano temblorosa que figuró sus signos con perdurable bermellón sobre la roca tiznada, es la misma que levantó la catedral cuyas agujas podría yo divisar contra el horizonte, si el mal tiempo no lo impidiera, en la ciudad de Colonia, que se extiende a pocos kilómetros del paraje desde el que le escribo; la misma mano, en fin, que aquella mediante la cual un nativo de Bonn –apenas un trecho más allá- compuso con sonidos el monumento mayor a la alegría.

Porque de eso se trata, amigo Schkolnik: de que sea posible la alegría, de que no todo se reduzca a surco en la frente y nudo en la garganta, y tal es lo que en el fondo queremos cuando nos preguntamos por el sentido de la vida.

© LA GACETA

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