El sótano de la comisión “erizo”

Nunca como en este 2020 de crisis tridimensional (sanitaria, económica e institucional) quedó tan en evidencia cómo funciona y qué objetivos persigue el organismo de control del Poder Judicial de Tucumán llamado comisión legislativa de Juicio Político. Este cuerpo expresa como pocos la vocación de la clase dirigente de privar a los ciudadanos de instancias adecuadas de protección frente a los abusos de las autoridades estatales. Más allá de la casuística concreta, Juicio Político presenta deficiencias de diseño y de prácticas que lo colocan en un punto de fuga de la responsabilidad. Es llamativo: el ámbito que exige rendiciones de cuentas a la magistratura opera de espaldas a la ciudadanía, posición paradójica que estimula la creencia de que los legisladores que la integran, en especial su mayoría oficialista, responden a sí mismos y al interés siempre vigente de gobernar los Tribunales.

La contradicción no extraña en una comisión que se dedicó a matar la coherencia hasta el punto de erigirse en un fenómeno incomprensible. No hay manera de entender los criterios que aplica este comité, que articula fundamentos y principios en función de la cara del magistrado denunciado. Esta capacidad para contradecirse sin solución de continuidad la convierte en el “erizo” mencionado por el abogado constitucionalista Benito Carlos Garzón a propósito de la actualidad de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán. Tampoco existen flancos por dónde agarrar a Juicio Político. Ni siquiera cierra por qué el partido del Gobierno controla el 75% de sus sillas (nueve de 12) cuando los comicios otorgaron a las diferentes manifestaciones de la oposición más del 30% de las bancas. Esa relación de fuerzas de por sí desequilibrada producida por el régimen de acoples se agrava en este espacio determinante para la independencia judicial. Y posibilita que los justicialistas sean autosuficientes para conseguir los dos tercios de los votos legalmente requeridos a los fines de salvar o defenestrar a los jueces, fiscales y defensores oficiales, y a los integrantes del alto tribunal y jefes de los ministerios públicos. Como si ello no fuese suficiente, la mayoría cuenta con la alineación total del alperovichista Julio Silman. En ese contexto, el bussista Mario Casali y el alfarista Raúl Pellegrini cumplen un rol decorativo: sus disidencias, por cierto loables, sólo confieren un tenue barniz democrático a este instituto digno del califato.

La apariencia de pluralismo empieza y termina con la inclusión de la minoría. En los hechos, esta es casi tan convidada de piedra como cualquiera. El comité que preside el justicialista Zacarías Khoder se presenta como un arcano que se supera a sí mismo en cada paso que da. Su agenda luce como un homenaje a la opacidad. Nunca se sabe cuándo tratará las denuncias. No publica las resoluciones que toma ni lleva un registro de los procedimientos. Imposible saber cuántos blindajes otorgó, por ejemplo, el juez Juan Francisco Pisa. Por supuesto “delibera” a puertas cerradas. Uno de los opositores que participan de esta mesa contó que una vez fue reprendido por fotografiar un dictamen. Tales reglas reñidas con la transparencia son aceptadas sin peros. A nadie le hace ruido que un sótano de esta magnitud esté a cargo de depurar el Poder Judicial.

Un esquema configurado con tanto apego a las sombras no puede sino producir frutos ininteligibles. De esa lógica indescifrable proviene la decisión de avalar al fiscal Alejandro Noguera por haber consentido la actuación “sin competencia” del juez Enrique Pedicone en la causa “Bravo” cuando días antes la mayoría de Juicio Político había entendido que aquel debía ser destituido por esa razón. Khoder subrayó que “la incompetencia” era el fundamento de la acusación formulada ante el Jurado de Enjuiciamiento en el mismo acto en el que negó que el oficialismo pretendiese echar a Pedicone por haberse atrevido a denunciar al vocal Daniel Leiva. Pero, menos de dos semanas más tarde y al momento de considerar las denuncias contra Noguera, el sector de Khoder dejó de lado su tesitura formalista implacable para asegurar que la conducta del fiscal no era grave y que revisarla importaba inmiscuirse en el área reservada al Poder Judicial. Este doble estándar escapa a cualquier análisis racional: dice un príncipe del foro que el giro sólo puede entenderse por el hecho de que Noguera se caracterizó por prestar servicios a los que mandan desde aquellas horas dirimentes del crimen de Paulina Lebbos en las que se reunió con el entonces gobernador José Alperovich en su residencia particular, circunstancia que quedó inmortalizada en una imagen decidora de la decadencia del ex Jardín de la República.

El archivo y el rechazo de las impugnaciones de Noguera son una cachetada para los denunciantes de Pedicone ofendidos por la liberación del imputado Ángel Edgardo Sacarías Bravo. Ocurre que el fiscal estaba obligado a evaluar la competencia del juez, que es una de las funciones asignadas a su institución por la normativa vigente. Pero, además, la decisión de Noguera de consentir el fin de la prisión preventiva de Bravo dejó atado de manos al denunciante de Leiva puesto que, por imperio del Código Procesal Penal jubilado el 31 de agosto, el fiscal era el único que podía peticionar la continuidad de esta medida cautelar privativa de la libertad. Un penalista insiste en que sólo Noguera disponía de facultades para oponerse a la excarcelación de Bravo y que su desinterés en que ello sucediera selló la suerte del recurso. A menos que la comisión de Juicio Político -también- tenga capacidad para cambiar la jurisprudencia y el orden jurídico, estas consideraciones implican que si hubo algo reprochable en el trámite de “Bravo”, debía ser Noguera quien diese las explicaciones, máxime cuando y luego de que la Corte ratificó la inhabilitación de Pedicone durante la miniferia, Pisa ejecutó el cese de la coerción. Parece un detalle, pero no lo es. Ocurre que el propio Pisa podría verse beneficiado por el dogma ad hoc que Juicio Político sentó al rechazar las denuncias contra Noguera. Al fin y al cabo, ese razonamiento autorizaría a los legisladores a concluir que ellos no son quiénes para juzgar la decisión de sobreseer al femicida de Paola Tacacho, Mauricio Parada Parejas. Una salida de este tenor sería completamente plausible en el universo inasible del “erizo”.

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