El cambio de mes coincide, este año, con los feriados del carnaval, fechas que siempre han significado la expresión popular de la alegría y la felicidad, con danzas y cantos. La fiesta que envuelve estos días es sentida desde hace siglos, en los hechos, como un paréntesis en medio de situaciones de tensión, preocupación y angustia. Esa pausa no implicará suprimir la realidad, sino darle un respiro a los padecimientos del corazón.
El origen de esta festividad se pierde en el tiempo, así como de dónde nace la palabra que la identifica. La teoría más aceptada la planteó en el siglo XIX el suizo Jacob Burckhardt, para quien carnaval se origina en carrus navalis, que era una procesión de máscaras (característica distintiva de Venecia en estos días) que tenía lugar a principios de marzo para abrir la temporada de navegación en el Imperio Romano, generalmente tras la botadura de algún nuevo barco y en referencia a la llamada Nave de Isis. A su vez, los romanos la habrían importado de Egipto, en la continiudad de una historia que se sigue remontando con pocos datos precisos y que también habla de dioses y diosas como la celta Carna, el indoeuropeo Karna o la hindú K-madeva, exportada por pueblos nómades.
Otra versión refiere a que el origen etimológico nace del latín vulgar, con carnem levare, que significa “abandonar la carne” o carne vale, “adiós a la carne”. Así se relacionaría con la preparación religiosa católica para la Cuaresma, período que comienza al final del carnaval.
Lo cierto es que los antecedentes más sólidos ubican al siglo XIII como el comienzo de la consolidación de esta celebración en términos de masividad registrada en papeles y documentos.
En la Argentina, los carnavales generaron frecuentes tensiones con el poder instituido. Juan Manuel de Rosas los reglamentó ya en 1836 al disponer que podrían durar entre “las dos de la tarde, cuya hora se anunciará por tres cañonazos, y concluir al toque de oración”, que tendrían lugar “desde las azoteas, ventanas o puertas” y que “solo podrá ser con agua sin ninguna otra mezcla o con los huevos comunes de olor, y de ninguna manera con los de avestruz”. Entre estas disposiciones se prohibía expresamente “asaltar ninguna casa, ni forzar alguna de sus puertas o ventanas en continuación del juego”. Pero la previsión no alcanzó: el 22 de febrero de 1844, el mismo Rosas dispuso que quedaba “abolido y prohibido para siempre el juego de carnaval” al considerarlo “inconveniente a un pueblo laborioso e ilustrado”. Más de un siglo después, en 1956, los feriados se restablecieron por dos décadas, hasta que en 1976 se eliminaron nuevamente. Hubo que esperar hasta 2011 para que vuelvan a estar vigentes por decreto presidencial.
La pandemia ha implicado un nuevo impacto a la celebración, con la implementación de restricciones sanitarias impensadas en este tiempo histórico de penurias. Pero aún con ellas, el carnaval (con su coincidencia actual con el fin del período más tradicional de vacaciones) seduce para disfrutar de unos días distintos.
Toda fiesta invita a abrir una etapa distinta, a dar vuelta de página. Esa transición debe referir, asimismo, a lo que viene luego, que para buena parte de los argentinos es la reflexión, la contrición y la penitencia para preparar el corazón para la Semana Santa. No hay contradicción al respecto: el día después es el inicio de una nueva instancia, plagada de objetivos renovados.