La pregunta no es por qué se van, sino ¿por qué se quedarían?

 la gaceta / foto de rodolfo casen la gaceta / foto de rodolfo casen

Suelen preguntarles a quienes se marchan del país: ¿por qué se van? Las respuestas, con uno que otro matiz, suelen ser las mismas. Cuando en realidad lo que habría que plantear(nos) es ¿por qué se quedarían? No, no es lo mismo, por más que lo parezca.

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Si se enfoca el fenómeno de la emigración desde una concepción binaria de la realidad el resultado no es otro que una grieta. Una especie de Boca-River entre los que se quedan y los que se van, mezclando conceptos traídos de los pelos -como la cuestión del patriotismo- a un debate que pasa por otros carriles. La cuestión es dónde poner la mirada, si en Ezeiza -donde los protagonistas son los que se van- o en la Argentina de todos los días.

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Hay demasiados elementos en el medio, muchas conjeturas y escasas certezas. Para empezar, no hay datos concretos acerca de la cantidad de compatriotas que se radican en el exterior. Hace unos días, el ex Presidente Mauricio Macri dijo: “estamos ante el mayor éxodo de argentinos de la historia”. La Dirección Nacional de Migraciones le respondió por medio de su directora, Florencia Carignano. Sostuvo que durante el Gobierno de Cambiemos (2016-2019) el promedio de argentinos que se marcharon era de 164 por día, mientras que en 2020-2022 (plena pandemia) el promedio bajó a 78 por día. Pero no son números oficiales, porque el país no los tiene. Según los demógrafos no es una cosa ni la otra: los argentinos se iban en el anterior Gobierno y se siguen yendo ahora.

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Desde el 7 de septiembre de 2020 quienes viajan al exterior deben llenar una declaración jurada en la que explican el motivo: turismo, estudio, residencia, trabajo, mudanza. Pero es imposible medir el grado de cumplimiento, porque muchos de los que ponen “turismo” deciden no volver (o, lo más probable, ya lo tenían decidido).

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Tampoco puede hablarse de un fenómeno homogéneo. Una cosa son los jovencitos que parten a sumar experiencias y, en lo posible, una buena ración de dólares, con la posibilidad de volver al cabo de un par de años (o un par de meses, si de aventuras de verano se trata) para meditar sobre el futuro. Otra muy distinta las familias que levan anclas, generalmente con propuestas concretas de trabajo y un respaldo económico indispensable para instalarse fronteras afuera. Y también los interesados en fijar residencia en países dotados de regímenes fiscales más amables que el argentino. Estos grupos responden a una composición social de lo más variopinta, aunque el grueso forma parte de una clase media a la que cada vez le cuesta más hacer pie en la tambaleante economía nacional.

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Ahora bien, ¿es realmente importante la cantidad de migrantes? Si bajara el número, ¿indicaría que en la Argentina las cosas marchan bien? Los expertos miran las cosas con otra perspectiva, la de los flujos históricos que se miden en décadas o en siglos. Por el momento, de acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones, el promedio de emigración de argentinos sigue por debajo de la media mundial. El último informe de la ONU en ese sentido es previo a la pandemia e indica que hay alrededor de un millón de argentinos radicados en el exterior. Es poco más del 2% de nuestra población, una proporción media-baja en la escala. Pero a diferencia de otros países, el electrocardiograma de la vida nacional es propio de un enfermo cardíaco casi terminal por la incesante cantidad de saltos, reflejo de nuestras crisis recurrentes. De allí la apuntada dificultad estadística para medir el día a día.

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Por eso la importancia de la pregunta ¿por qué se quedarían (los que se van)? Que no es otra cosa que preguntarnos ¿por qué nos quedamos? ¿Por qué estamos acá? ¿Para qué? ¿Qué nos arraiga? A nuestros hijos adolescentes, ¿qué les aconsejamos? ¿O son ellos, a fin de cuentas, los que terminan en el papel de consejeros?

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El tema, lamentablemente, vive prestado a romantizaciones y/o chicanas. Romantizar el lavado de copas en un tugurio de Miami o romantizar la “apuesta” a un país que pretende ser inclusivo y procede con criterios expulsivos. Como si los que se arraigan fueran todos patriotas y los que se desarraigan fueran todos cipayos. O como si alguien pudiera arrogarse el derecho a juzgar las decisiones ajenas. Irse es un dolor, basta con mirar los ojos de quienes completan el check-in mientras los familiares esperan en la puerta del preembarque para regalarles los últimos abrazos. No hay nada romántico ni heroico en esos gestos, nada reprochable. Son apenas fotos enmarcadas en la pregunta: ¿por qué se quedarían?

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Las ciudades tucumanas no son las únicas que se inundan. El tema es que se inundan desde hace décadas, y cada vez hay más agua acumulada, y a medida que pasa el tiempo las obras imprescindibles para prevenir los anegamientos son más caras. Ese inmovilismo es lo que agota a la ciudadanía; inmovilismo que sólo puede generar deterioro. Es uno de los innumerables ejemplos que hacen a la pésima calidad de vida que castiga a tucumanos y tucumanas de todas las edades y condiciones. No siempre la decisión de partir está atada a la estabilidad laboral, por más que el bolsillo siga siendo la tripa más sensible del cuerpo. En ese juego multicausal de razones que empujan al emigrante todo decanta, como en un embudo, en esa calidad de vida denigrada que supimos conseguir. ¿Por qué quedarse entonces, es la pregunta del razonamiento?

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Qué interesante sería escuchar algún plan (de los que gobiernan) o candidatura (de los que quieren gobernar) basada en el decálogo: “razones para quedarse en la Argentina”. Que funcione como una invitación, pero sin abstracciones en el enunciado, más bien con objetivos en el corto y mediano plazo tendientes a ir mejorando, poco a poco, en la medida de lo posible y fuera de la zona de promesas, esa calidad de vida horadada por el festín de crisis que adorna la mesa nacional.

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Una buena manera, a la vez, de sumar porotos en las alforjas de una clase dirigente de lo más cacheteada por el discurso de moda: el de la antipolítica. Como si existiera, en la historia de la humanidad, algún recorrido alternativo a la política cuando se habla del manejo de la cosa pública.

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Una cosa es por qué se van los que se van; otra es por qué se quedarían. De uno u otro modo, son preguntas dirigidas a desmenuzar el fenómeno, más allá de si son muchos o pocos los que hacen los trámites migratorios, y si son muchos o pocos los que realmente compran los pasajes. No es una cuestión de instalación mediática o de opinión pública, sino de simple observación de la realidad. Y no hay demasiado misterio: vivimos mal y no todos tienen la misma capacidad para soportarlo.

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