¿La cultura es plata tirada a la basura?

EL MOTOARREBATADOR. Multipremiado film tucumano. ARCHIVO LA GACETA "EL MOTOARREBATADOR". Multipremiado film tucumano. ARCHIVO LA GACETA

¿Quiénes son? ¿Qué reclaman? Las pantallas mostraban un grupo de gente, visiblemente enojada, forcejeando con la guardia de infantería. No, no eran piqueteros. Detrás de la Policía se recortaba la sede del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa), en Buenos Aires. La calle era el terreno de la emergencia, esa conjunción de lo que emerge (las voces, en este caso amplificadas por la TV en directo) y la urgencia (de que se solucionen las cosas, cuanto antes). Todo muy penoso, ampliamente viralizado y -lo que es más preocupante- utilizado para justificar ese discurso que cala hondo en buena parte de la sociedad argentina: la cultura no es una inversión, sino un gasto (superfluo, para más datos). Plata tirada a la basura. Rosas para los chanchos, que en este caso son presentados como minúsculos nichos ideologizados.

¿Para qué sirve el Incaa? José Luis Espert puso en palabras lo que muchos piensan: “para hacer películas de mierda”. Tanto se corrió la discusión que ya no se trata de debatir acerca de las políticas del Incaa, de sus planes de fomento y de cómo se financia la producción audiovisual en el país. Ahora la cuestión es mucho más directa: ¿es necesario que la Argentina cuente con una cinematografía propia? O en todo caso, ¿es importante que el Estado ponga plata para que se hagan películas? Con lo que los involucrados en esta historia deberían explicarle a la abrumadora mayoría de los argentinos que sin Incaa no existiría una industria audiovisual. No se haría cine de ficción, ni documental, ni cortometrajes, ni largometrajes, ni series, ni producciones animadas ni todo lo que el audiovisual engloba. Salvo -y aquí radica el pero- el puñado de películas que van a lo seguro en la taquilla, con dinero de alguna multinacional detrás, o lo que Luis Puenzo y su fallida gestión en el Incaa consideraron la panacea: Netflix y las plataformas de streaming, suerte de Arca de Noé a la que conviene subirse porque el diluvio ya estaría aquí.

Ese es el nivel de retroceso que padecemos en material cultural. Ya no discutimos acerca de la calidad de lo que producimos; ahora el planteo es si verdaderamente importa hacerlo. Cuando Luis Majul, Débora Plager, Luis Novaresio y Marina Calabró se burlan en La Nación+ de una película como “El motoarrebatador” no se trata sólo del prejuicio y de la ignorancia que se desprende de sus opiniones -pecados capitales en el periodismo profesional-, sino del lugar al que se lleva el debate. Tucumán Audiovisual, colectivo de realizadores locales, les respondió con un documento que redirecciona la discusión hacia un espacio apropiado. Hablan del audiovisual como “una actividad cuya esencia es parte de la identidad cultural, del carácter social y de las manifestaciones artísticas que contiene toda sociedad”. Lo propio puede decirse de la música, el teatro, la danza, las letras, las artes visuales y un larguísimo etcétera que, en materia de financiamiento, se siente entre la espada y la pared.

Ese maravilloso caldo de cultivo que es la cultura, entendida como poderoso factor de inclusión social y de construcción de ciudadanía, es un ida y vuelta entre el centro y los márgenes; lo oficial y lo independiente (por no decir lo privado, pie para aquel chiste fácil de “privado... de fondos”). Mundos que a veces se miran desde lejos y que otras veces confluyen. Son tiempos complejos, en los que la gestión cultural se aprende en las universidades y, a la vez, influyentes sectores de la sociedad reniegan y desconfían de lo que la acción cultural propone. El del Incaa es un caso testigo y valdrá mantenerlo fresco si en un futuro cercano se produce un efecto dominó. Los trabajadores del audiovisual reaccionaron, hicieron escuchar sus quejas luego de dos años protestando -sin éxito- por otras vías y consiguieron instalar como tema la crisis del sector. Pero también fueron injustamente usados, casi un ruido de fondo mientras se reflotaban posturas que parecían perimidas.

Salvo en Estados Unidos y en la India, las industrias audiovisuales sobreviven con el necesario aporte de las subvenciones estatales (lo que no quiere decir que en EEUU y en la India no existan también agencias de fomento oficiales). Cuando vea una película española, francesa, alemana, japonesa, australiana o canadiense, preste atención a los créditos y notará las marcas de los “incaas” correspondientes. Ni hablar de América Latina, donde cinematografías tan potentes como la brasileña o la mexicana están atadas a la contribución del Estado. El prestigioso cine argentino, tan poco visto por la inmensa mayoría de los argentinos -por razones que merecen otro análisis en profundidad- se referencia en esta lógica de producción internacional. Son las películas de mierda a las que alude Espert. De ser así, no les cabe otro destino que las cloacas, no los festivales que suelen recorrer cosechando elogios de toda clase. Como “El motoarrebatador”.

Cortázar decía que la cultura es el ejercicio profundo de la identidad. Si tanto incomoda mirarnos, pensarnos, intentar ese ejercicio como un derecho, lo que termina imponiéndose es el silencio. Y una sociedad silenciosa de ideas, aturdida por tanto grito, es una sociedad vencida.

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