LA GACETA en Qatar: Julián y Lautaro, el abrazo del alma

Martínez, desde el banco, fue testigo de las maravillas que Álvarez fue tejiendo en el Mundial 2022.

MANO A MANO. Lautaro Martínez y Julián Álvarez. REUTERS MANO A MANO. Lautaro Martínez y Julián Álvarez. REUTERS

¿Cuántos goles va a meter Lautaro en el Mundial?, se preguntaba el mundo Selección. En el equipo “de memoria”, después de Messi, Lautaro rankeaba alto. La dupla Messi-Lautaro se dibujaba como una promesa mundialista, confiable para los nuestros y temible para el resto. Pero la Copa jamás dejará de sorprender y por eso es tan emocionante. El que empieza arriba puede terminar al fondo, los ricos se convierten en mendigos; hay pobres que se encumbran y los desharrapados conquistan fabulosos e imaginarios reinos de la pelota. Y están los jugadores que padecen síndromes momentáneos y decisivos; estrellas de brillo interrumpido como Lautaro y su sueño de un torneo que no es lo que esperaba.

El VAR le anuló un gol por el off-side del canto de una uña. Era el 2-0 sobre Arabia, tal vez el segundo ladrillo en la pared de una goleada. Fue una mala señal, un augurio que a los antiguos romanos habría hundido en el escepticismo. A Lautaro se le negó ese gol después de haberlo festejado con el grito a pleno -esas cosas horribles del VAR- y se le negó el juego durante una tarde nefasta, aquella del debut. Y a Lautaro tampoco le dio paz el físico, que le impidió sentirse al 100%. Entonces Scaloni tomó una decisión clave para el devenir de la Selección en el Mundial y mandó a la cancha a Julián Álvarez.

Lautaro, desde el banco, fue testigo de las maravillas que Julián iba tejiendo: el golazo a Polonia, la avivada contra Australia, el sacrificio gigante corriendo para marcar y exigiendo para atacar, su definitiva consagración -por si hacía falta más- en la semifinal frente a Croacia. Este Julián en modo crack que remite a las viejas epopeyas bilardianas, cuando en pleno Mundial el Dr. rearmó el equipo incluyendo a Cuciuffo, Olarticoechea y Héctor Enrique. Los tres habían llegado a México como suplentes y se convirtieron en inamovibles. La Scaloneta vive un proceso similar desde la consolidación de Julián, de Mac Allister y de Enzo Fernández. Sorpresas (y coincidencias) que proporcionan los Mundiales.

El segundo tiempo contra Australia se consumía, los oceánicos habían descontado, y Lautaro tuvo la oportunidad de bañar de tranquilidad a la Selección. Dos veces Messi le sirvió la pelota en el área para que liquidara la cuestión y dos veces Lautaro definió mal. La segunda tiró con una llamativa falta de convicción, impropia de su condición de “Toro” que puede fallar pero nunca duda cuando enfoca el objetivo, y la pelota salió ancha. Messi lo miró con cara de “¡vamos, carajo!” y Lautaro le hizo un gesto mínimo, un pedido de disculpas que tuvo más de vergüenza deportiva que de justificación. A Lautaro se le notaba el enojo, pero consigo, consciente de que él y sólo él es artífice de su destino.

Por eso la decisión de rematar el último penal contra Países Bajos. Tras las acostumbradas hazañas de “Dibu”, la ventaja sobre los naranjas se había angostado debido al yerro de Enzo Fernández, pero a la Selección le quedaba una bala en el cargador. Lautaro asumió la responsabilidad de ese disparo y lo consumó con una potencia y una certeza que sirvieron para colocarlo nuevamente en la ruta. Hay que tener mucho coraje para cargarse con el pasaje a la semifinal mundialista en un solo y definitivo movimiento. Y Lautaro fue letal.

Hay un plus en esta Selección que obliga a mirarla de otra manera. Puede jugar bien, puede jugar mal; el boletín de calificaciones puede llenarse de sobresalientes o bordear peligrosamente el aplazo; puede ganar o puede perder, como le ha sucedido en este Mundial. Lo que no ha negociado es el compromiso, la solidaridad, la actitud positiva. En el torneo de la motivación el equipo le saca un cuerpo al resto y eso se llama hambre de gloria. Hay muchísimo de eso en esta aventura qatarí que comanda Lionel Messi, el hombre que ya no necesita nada para ser considerado el mejor y, mientras tanto, le contagia el resto las ganas propias de un principiante de bolsillos vacíos.

Messi sabe que está ante la oportunidad de una coronación magnífica y sus compañeros lo siguen, pero no es un flautista que los conduce al fondo del mar ni el Vittorio Gassman de la desopilante Armada Brancaleone. Es un líder maduro desde hace tiempo, más verborrágico como hemos comprobado, determinante puertas adentro y ni que hablar en la cancha. Ese Messi tira del carro en sintonía con un cuerpo técnico que lo comprendió, lo rodeó de afecto y le proporcionó, sobre todo, los interlocutores precisos. Scaloni y su grupo de trabajo han elaborado un mensaje que convenció a los jugadores. Ese mensaje es táctico y estratégico, sí, pero sobre todo mental y espiritual. Argentina todo lo quiere y siente que todo lo puede.

En ese marco se ajusta una de las imágenes más potentes que nos dejó el martes. A Julián le cometieron el penal para el 1-0, Julián se llevó los Balcanes por delante para marcar el 2-0 y Julián recibió el regalo de Navidad de Messi para el 3-0. Scaloni lo saca y el estadio se viene abajo con una ovación. Julián camina, bordeando el banco y chocando manos, hasta que se encuentra de frente con Lautaro. No se dicen nada, se miran y acto seguido se funden en un abrazo que fue un choque de cuerpos y, más que nada, un encuentro de almas. Es la síntesis de esta Selección nacional.

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