Alegoría del fin de la inocencia

Invitación a indagarnos sobre nuestra relación con la verdad.

PILOTO DE TORMENTAS. Barba es una especie de buzo táctico entrenado en la exploración del alma. Télam. PILOTO DE TORMENTAS. Barba es una especie de buzo táctico entrenado en la exploración del alma. Télam.
02 Julio 2023

NOVELA

EL ÚLTIMO DÍA DE LA VIDA ANTERIOR

ANDRÉS BARBA

(Anagrama - Buenos Aires)

Andrés Barba no deja de sorprender. Desde La hermana de Katia (2001) hasta El último día de la vida anterior ha desarrollado un fecundo trabajo que consta de una obra copiosa y laureada. En ese virtuoso contexto destacan, por caso, joyas del tipo de Ha dejado de llover, Versiones de Teresa y República luminosa, una joya de la que en su momento hemos dado cuenta en LA GACETA Literaria.

En la novela de marras, la más vigente en términos cronológicos, Barba (asimismo ensayista, traductor, guionista y fotógrafo) echa a andar en el escarpado territorio de la fantasmagoría. No cualquiera puede ufanarse de soltura y magnetismo en un género de complejidad específica, en cuyo casillero brillan los nombres de unos cuantos cultores de fuste. Bien sabemos de la sutil y feroz diferencia entre lo sublime y lo ridículo.

Pues bien: Barba es, entre otras cosas, un notable piloto de tormentas. Una especie de buzo táctico entrenado, capacitado y probado en la exploración del alma humana. Esto es: una tarea dificultosa, brumosa y azarosa, si las hay.

De ahí el crescendo de la historia de la señora que, obediente, ligera de equipaje, relajada, se aboca a cumplir un mandato de sus empleadores, los dueños de una inmobiliaria: ordenar, preparar y dejar dispuesta una casa con vistas a la visita de unos posibles compradores.

Todo marcha a modos y ritmo formales, puro artículo de rutina, hasta que en la cocina la mujer se topa con un niño que la mira fijamente.

“Ella no siente ningún miedo, solo un leve estremecimiento”, narra Barba.

Pero apenas si se trata del mero comienzo de un vínculo que crece día a día, al punto de volverse indispensable para ambos: la mujer y el niño, ora espectral, ora más real que la misma realidad.

No sabemos cuándo ni cómo sucede, no sabemos dónde reside el truco de Barba, porque en el momento que la pregunta sobrevuela las páginas del libro, ya es demasiado tarde. Ya no habrá vuelta atrás y no nos quedará más que entregarnos al terrible y dulce encantamiento de una obra de este porte.

Como si la caprichosa temporalidad que atrapa a la mujer y al niño también nos atrapa a los lectores. Como si cayéramos en la cuenta de que la apariencia terrorífica del escenario no es más que una invitación a indagarnos sobre nuestra propia relación con la verdad, con lo real, con la soledad, con el don del encuentro, del encontrarse.

El último día de la vida anterior es, en cierto modo, una alegoría del fin de la inocencia o, acaso, de la refundación y reformulación de la inocencia.

© LA GACETA

WALTER VARGAS.

Perfil

Andrés Barba nació en Madrid, en 1975. Con La hermana de Katia fue finalista del Herralde de Novela, premio que ganaría luego con República luminosa, al igual que el Prix Frontières. Ganó también el Premio Juan March (con Muerte de un caballo), el Torrente Ballester con (Versiones de Teresa) y el Premio Anagrama de Ensayo (con La ceremonia del porno). Profesor invitado en la Universidad de Princeton, su obra se ha traducido a 22 idiomas en algunas de las editoriales más prestigiosas del mundo y ha sido destacada en publicaciones como The Times Literary Supplement, Le Monde y The Financial Times.

El último día de la vida anterior*

Por Andrés Barba

Sucede así: ve al niño el primer día de venta de la casa, mientras limpia la cocina entre las visitas de dos clientes. Abre el grifo para aclarar el trapo y, al cerrarlo y darse la vuelta, se lo encuentra en una de las sillas. Tiene unos siete años, aspecto embobado y un uniforme de escuela marrón. No es una entelequia, sino un cuerpo tan real como la balda o el fregadero. A primera vista le produce el leve rechazo que siempre le ha producido la gente rica; ese aire teatral, de figurín, aunque suavizado por la infancia. Las manos reposan sobre las rodillas y lleva unos botines negros, sin calcetines, el flequillo le cae sobre la frente con una pulcritud distante. Parece un ladrón, un ladrón pequeño cuyo ideal secreto fuera ser admitido, pero no hace ningún intento por parecer simpático, ni por disculparse. Tras la primera sorpresa, sin poder determinar qué tiene de extraño, se concentra en su mirada. El niño parece tan familiarizado con el espacio que resulta absurdo preguntarle de dónde ha salido, es una emanación natural de las paredes, de ese aire repleto de polvo dorado en suspensión. Ni siquiera se mueve, como si esperara la merienda desde un tiempo remoto. Por su parte, ella no siente ningún miedo, solo un leve estremecimiento. Un abejorro de verano golpea el cristal desde el interior y durante unos segundos eso es lo único que ocurre: la insistencia del abejorro, la cocina vacía de una casa vacía, la sorpresa de una agente inmobiliaria de treinta y seis años ante un niño de siete que la observa. Un niño, lo descubre ahora, que no ha pestañeado una sola vez.

*Fragmento.

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