Las mentes pequeñas, o empequeñecidas por los golpes de la vida, como las frustraciones, el resentimiento, la falta de oportunidades o las incapacidades propias, tienden a oponerse a los cambios, más aún cuando son ideas nuevas, creativas o disruptivas.
El que piensa chiquito ve todo chiquito a su alrededor. El vaso siempre medio vacío, el defecto antes que la virtud, el problema más que la solución. Es lo que se denomina gente tóxica, veloces para la crítica, con el insulto fácil y el elogio reprimido.
Son personas muy simples de detectar y no tiene que ver con la posición social, la situación económica, la jerarquía ni el nivel educativo.
Un síntoma muy común de toxicidad, de resentimiento, de cabeza estrecha, es cuando ante una idea innovadora siempre se contrapone un mal mayor, una urgencia más apremiante, planteado encima con aires de mente preclara, de superioridad.
“Sólo un imbécil puede pensar en hacer ciclovías cuando la ciudad está llena de baches y pérdidas de agua”. “Hay que ser delirante para querer reflotar los trenes en medio de tanto hambre”. “¿Recuperar el río Salí? jajajaja se olvidan que viven en Tucumán no en Europa”. “Hay que estar la pedo para pensar en plantar árboles con todos los problemas que tenemos”. “Sólo a un descerebrado se le ocurre hacer semipeatonales en vez de ensanchar las calles”.
Son ejemplos reales y textuales tomados del foro de LA GACETA, donde lamentablemente el agravio es constante, donde la injuria y la calumnia son gratuitas y donde casi toda opinión innovadora se desacredita desde un falso púlpito de superioridad, como en general ocurre en todas las redes sociales.
El tóxico casi siempre es soberbio, y desde la ignorancia repite obviedades y zonceras que considera genialidades, carece de humildad, no conoce la tolerancia ni la empatía, cree que desde el teclado de una computadora puede humillar al que piensa distinto y siente una insana euforia con el insulto y el maltrato.
Monumentos inútiles
Cuando hace más de 130 años un grupo de ingenieros franceses diseñaron y propusieron construir una torre de hierro de 300 metros de altura en el centro de París, cientos de mentes pequeñas les saltaron al cuello. Los argumentos fueron los mismos de siempre. Hay otras urgencias, muchos franceses pasan hambre y están sin trabajo, es una obra costosa e inútil, por qué no se arreglan primero los caminos y los puertos…
Tan sólo un par de décadas después de su inauguración, en 1889, la Torre Eiffel se convirtió en el símbolo indiscutido e inconfundible de París y de toda Francia frente al resto del mundo. Esa estructura inservible pasó a ser uno de los máximos motivos de orgullo de los galos y por sí sola genera miles de millones de dólares de ingresos sólo en turismo.
Contra todos los agoreros tóxicos, resentidos, ignorantes sin proyección, y mentes cerradas de la época, estos visionarios crearon el sello de un país y la marca registrada de Francia para el resto de los siglos.
Esa misma generación de idealistas franceses le regaló a los Estados Unidos, puntualmente a la ciudad de Nueva York, la Estatua de la Libertad, en 1886.
Esta empresa, también en apariencia bastante inútil, fue muy criticada desde ambos lados del Atlántico, principalmente porque resultaba muy onerosa, desde su construcción, traslado y posterior montaje. Hoy, como desde hace décadas, es el símbolo mundial de la libertad occidental, uno de los rótulos más distintivos de Nueva York y de todo ese país, y al igual que la Torre Eiffel, esta estatua también ha logrado generar ganancias millones de veces por encima de la inversión inicial.
La postal más famosa
Más cerca nuestro, el Obelisco porteño, construido en 1936 con motivo del cuarto centenario de la primera fundación de Buenos Aires, por Pedro de Mendoza, se ha convertido en la postal internacional de la capital argentina.
Ese macizo de cemento de casi 68 metros, diseñado por el arquitecto tucumano Alberto Prebisch, también fue blanco de burlas y protestas de los porteños más conservadores y tradicionalistas. Incluso, tres años después de su inauguración, el Concejo Deliberante sancionó la demolición del Obelisco con la ordenanza 10.251, por 23 votos contra tres, aduciendo razones económicas, estéticas y de seguridad pública. En realidad, era una respuesta demagógica de los ediles a las críticas de los vecinos. Pero la ordenanza fue vetada poco después por el intendente Arturo Goyeneche.
No sólo levantaron una torre “inútil” en el centro de la ciudad, sino que en ese solar había una iglesia que fue demolida para construir la avenida 9 de Julio. Además de ese templo, para hacer la avenida más ancha del mundo los porteños derribaron manzanas enteras con edificaciones históricas. Obviamente, las mentes pequeñas de la época profirieron los peores insultos.
En Tucumán ni siquiera se pudo retranquear un colegio (Santa Rosa) para ensanchar la 24 de Septiembre. Tampoco se logró concluir la avenida 2 de Abril -se hizo una sola cuadra- que debía unir las plazas Yrigoyen e Independencia.
El monumento del Bicentenario, emplazado sobre avenida Mate de Luna 1600, fue un buen intento para ir recuperando identidades que se fueron desdibujando en esta provincia, aunque para nuestro entender fue poco ambicioso y demasiado bajo, con apenas 25 metros.
Hoy el blanco de la ignorancia y la toxicidad son las semipeatonales de la capital, que esperamos la nueva gestión municipal continúe en esa dirección, y no ceda ante la cómoda demagogia.
Se trata de una tendencia urbanística mundial, que busca silenciar los microcentros, descongestionarlos y descontaminarlos, devolverle escala humana a las ciudades, en vez de escala vehicular, y redirigir el flujo del tránsito hacia las periferias.
Desde el desconocimiento se piensa que el tránsito se mejora ensanchando calles céntricas, cuando es exactamente lo contrario. Cuando más ancha es una arteria sólo se consigue que ingresen más vehículos, con lo cual el problema se multiplica.
Es una de las leyes básicas del urbanismo. Si se amplía una vereda habrá más peatones caminando por ella, no la misma cantidad de antes haciéndolo con más espacio.
La autopista Houston Katy, en Estados Unidos, se amplió a 26 carriles entre 2008 y 2011, a un costo de 2.800 millones de dólares, para aliviar la congestión. La expansión no alivió el tráfico, lo hizo peor, y las demoras en recorrer esa vía crecieron un 30%.
El sociólogo y urbanista estadounidense Lewis Mumford lo explicaba de esta manera: “Aumentar el número de carriles para reducir la congestión es como aflojar el cinturón para solucionar el sobrepeso”.
Pensar en grande
“Pensar en grande es buscar que pasen aquellas cosas que no son rutina, sobre las cuales no tenemos experiencia y son nuevas para nosotros. Pensar en grande es un reto y provoca el cambio. Pensar en grande no se consigue de la noche a la mañana, es un ejercicio constante que en la medida que lo ejercitamos va volviéndose un hábito difícil de abandonar. Pensar en grande es vivir al otro lado de la zona de confort, donde realmente pasan las cosas diferentes”, definió el consultor Francesc Mas Giralt, experto en neurociencia e inteligencia emocional.
En algún momento de la historia los tucumanos perdimos esa inercia fundacional de pensar en grande y empezamos a estrechar nuestra mentalidad social.
Fuimos destruyendo el transporte público. De contar con tranvías, trolebuses, trenes interurbanos y colectivos de lujo, pasamos a tener una flota de ómnibus ineficiente y desvencijada y un servicio de taxis tercermundista.
Abandonamos varios proyectos urbanísticos de envergadura, como las avenidas mencionadas anteriormente, la recuperación del río Salí, la revalorización de El Bajo, las autopistas hacia el norte y el sur tantas veces anunciadas, el mejoramiento de los accesos al área metropolitana y la construcción de ciclovías y más peatonales y semipeatonales en el microcentro, entre decenas de otras ideas innovadoras.
La ciudad de Mendoza, pese a tener un clima bastante árido, posee un arbolado urbano que duplica al de Tucumán, y está próxima a superar los 300 kilómetros de ciclovías urbanas e interurbanas, que conectan todos los municipios que integran el Gran Mendoza.
Córdoba cuenta con las mejores autopistas de circunvalación del país y los accesos al Gran Córdoba son motivo de elogio internacional.
Los cordobeses ostentan la flota más moderna de trolebuses, servicio que también funciona en Mendoza y en Rosario. En Tucumán dejaron de circular en los 60, quizás la década donde comenzó la decadencia provincial y empezamos a dejar de “pensar en grande”.
La Docta superará en 2024 los 150 kilómetros de ciclovías, sólo en la capital, y en mayo inauguraron una obra de escala asiática: una ciclovía elevada (foto) de casi dos kilómetros que une puntos estratégicos del centro, como el Parque de la Biodiversidad, la Terminal de Ómnibus y avenidas neurálgicas.
La obra, con seis puntos de acceso, se hizo con 78 estructuras premoldeadas, sostenidas por 84 columnas, y su punto más alto alcanza los nueve metros, en la zona del estacionamiento de la Terminal, donde el trayecto atraviesa la avenida Amadeo Sabattini.
Está iluminada en toda su extensión con más de 3.000 luces LED.
Tiene sus tramos demarcados con dos vías en verde para bicicletas y uno en gris para peatones y corredores, y también cuenta con espacios para el ingreso de vehículos de emergencia.
El proyecto se anunció en marzo de 2022, los trabajos comenzaron en julio y 10 meses más tarde se inauguró. Algo impensado en Tucumán.
Su costo fue de 770 millones (lo que gasta la Legislatura tucumana por semana) y fue financiado por partes iguales entre el municipio de la capital y el gobierno provincial.
Son sociedades que piensan en grande y por ese motivo terminan siéndolo. No parece casual que Córdoba y Mendoza hayan planteado en algún momento debatir su separación de Argentina.
Los tucumanos no podemos hacer 20 km de ciclovías a El Cadillal (el 6% de la red mendocina) y si esa obra algún día comienza nadie sabe cuántos años llevará.
Tardamos casi un año en rehacer el puente de El Rulo, de sólo 14 metros de longitud por nueve de ancho, y demoramos más de cinco años en construir los túneles de las calles Mendoza y Córdoba, que se inundan cada vez que llueve. El plazo inicial de las obras era de 10 meses.
Los mendocinos hicieron en 15 meses un túnel de 420 metros bajo la montaña para unir las localidades de Cacheuta y Potrerillos.
Las mentes pequeñas sólo producen resultados pequeños. Volver a pensar en grande es la gran deuda que tenemos los tucumanos.