Por Raúl Courel

Para LA GACETA - BUENOS AIRES

¿En qué consiste el secreto del liderazgo en lo que trasunta de las palabras que circulan en la sociedad? En su consistencia discursiva, el poder político se descubre esencialmente acéfalo. Por eso la cabeza que se confunde excesivamente con él está destinada a caer. No es casual que la invención de la guillotina, que posibilitó la decapitación en serie, se vincule no sólo al final del poder absoluto de los reyes sino a la primacía de un discurso que desestima radicalmente la posibilidad de identificación plena entre el gobernante y su oficio. A partir de allí la declaración “l’état c’est moi” es reconocida como desmesura.

La modernidad confiere a las investiduras una extrema precariedad. Los títulos de los agentes políticos se vacían de cuerpo propio en el universo heterogéneo y abierto de la ciencia moderna, donde las máscaras que los sujetos encuentran para resguardar sus inconsistencias resultan esencialmente inestables.

Eso hace a la condición actual del malestar en la cultura estudiado por Freud.

Los nuevos saberes reordenan el cosmos a partir de palabras provenientes de numerosos agentes que cumplen funciones otrora paternas. En forma correlativa al desarrollo de la racionalidad de la era moderna, ellas se desgajan de las que la cultura antes concentrabaen el “pater familias”.

En estas coordenadas labora el político para abarcar la sociedad como un universo recipiente capaz de ser asido por el mango. La mira engañosa de esta tarea imposible es el inaccesible punto de fuga de la perspectiva, a partir del cual el mundo accede a ser representado como un conjunto extenso y finito, determinable aunque complejo y teóricamente totalizable aunque heteróclito. Si el político logra sostenerse trabajando en ese imposible es porque, a diferencia del neurótico obsesivo, su posición

subjetiva no es de identificación con el elemento que haría posible el cierre de ese universo. Opera así un saber acerca de la contingencia de las investiduras, a partir, precisamente, de que la satisfacción buscada no es la de imponer voluntad prefigurada alguna. Por eso el saber acerca de la limitación del capricho del príncipe es condición esencial de su estabilidad o permanencia. En el político, eso se verifica en el ajuste de las palabras que emite al cálculo de las condiciones y oportunidad de lo que se sostiene.

Para él se trata, respecto de las opiniones, antes que de mantenerlas, de lo que éstas aseguran por su supeditación al discurso social.

Observemos que al privilegiarse el cálculo se torna secundaria la función del ideal. La experiencia comprueba que no es suficiente la manifestación de los mejores proyectos, argumentos e intenciones para que el político sea investido con el halo del liderazgo.

A menudo criticada, la frivolidad puede ocupar un lugar no despreciable en la imagen social de un candidato. Allí los comunicadores pueden instrumentar el gesto, el estilo y los rasgos más nimios del sujeto, pero la medida en que estos confieren al político su condición liderante es materia siempre a discernir. Puede pensarse que ellos se vuelven atractivos precisamente porque pertenecen, al modo de una insignia, al líder.

Tal vez la simpatía por su imagen no anteceda a su investidura en el orden del discurso colectivo, esto es: a su triunfo electoral mismo.

En el camino hacia el éxito las mejores intenciones tanto como las más expertas campañas pueden dar en el fracaso. En el lugar de lo imprevisto el futuro líder acierta y su razón sólo puede verificarse après-coup. Pero el éxito, en el acto de su nacimiento, sorprende al sujeto aun cuando lo hubiera anticipado. El aplauso puede ser calculado y el suceso repetido, pero su primera emergencia incluye siempre lo inesperado.

El éxito en estado naciente revela una estructura similar a la del chiste. La ocurrencia que provoca risas se precipita en la conciencia y en la verbalización sin que haya sido anticipada. Puede decirse que el sujeto no produce la idea chistosa sino que tropieza con ella, pudiendo quedar él mismo sorprendido tanto de la ocurrencia como de los efectos de hilaridad que produce. Nada como el chiste -“producción del inconsciente” según la concepción freudiana- para mostrar la consistencia gozosa del pensamiento.

El psicoanálisis permite considerar en el discurso político, y en el discurso del político, la dimensión del goce. En este registro, la historia de los hechos políticos -en tanto acontecimientos de discurso- enseña en sus cambios y vicisitudes regímenes de goce que no responden a ninguna linealidad dialéctica. Así, la historia deja entrever un orden causal que no ubica los acontecimientos como avances o retrocesos en virtud de algún ideal.

¿En qué consiste la sugestión que el líder ejerce sobre los demás? Freud observó que, al igual que las órdenes del hipnotizador, sus palabras son aceptadas en la medida en que no contradicen las prescripciones morales o los ideales de los sujetos. Para decirlo de otro modo: no se oponen a las creencias en las que el sujeto se solaza. No cualquier discurso logra imponerse y el liderazgo supone acciones que tienen en cuenta los límites subjetivos del otro.

El sujeto, anudado a su goce, no está dispuesto a velar cabalmente por el goce de otros. Allí el goce que el líder habría de otorgarse a sí mismo suele ofrecerse al servicio de la satisfacción de sus seguidores. Si se le concede -y sólo mientras se le concede- la autoridad de hacer su gusto y voluntad, es precisamente porque se cree que no actuará al servicio de su propia satisfacción sino de la de sus seguidores.

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Raúl Courel - Psicoanalista tucumano, ex decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.