Por Walter Gallardo
Para LA GACETA - MADRID
Grete Gjelstrup descubriría el secreto mejor guardado de su marido, Nicholas Winton, a los cuarenta años de matrimonio. Fue en 1988 cuando encontró en el desván de su casa en Maidenhead, a unos 48 kilómetros al oeste de Londres, una suerte de álbum cubierto de polvo y en su interior un largo listado de nombres extraños a la lengua inglesa, cada uno acompañado de minuciosos datos personales y una fotografía. Eran todos niños, con fechas de nacimiento lejanas, finales de los años 20 y principios de los 30. Quedó abrumada por el hallazgo, según su confesión, y temerosa de la respuesta que recibiría al preguntar por su contenido.
“Kindertransport”, le dijo Nicholas, desde su naturaleza tímida y tranquila, pero de palabras firmes. Y a continuación, le contó una historia que había ocurrido mucho antes de conocerla y que hasta entonces había intentado sepultar porque pertenecía a un tiempo de infortunios y odios. Y, sobre todo, de muerte.
En diciembre de 1938, como lo hacían muchos jóvenes burgueses como él, estaba a punto de pasar unas cortas vacaciones navideñas esquiando en los Alpes suizos cuando un amigo, Martin Blake, le pidió que suspendiera sus planes y volara a Praga. En aquellos días, pocos dudaban de que Checoslovaquia sería invadida tarde o temprano. Los alemanes ya ocupaban los territorios limítrofes, conocidos como los Sudetes, y no ocultaban su voracidad expansiva. El mes anterior, se habían producido ataques masivos en Alemania y Austria a todo lo que tuviera relación con los judíos: comercios, viviendas y sinagogas. Lo que se llamó “La noche de los cristales rotos”, una hostilidad iracunda y visceral que anticipaba los futuros horrores. Como consecuencia, cientos de familias huyeron despavoridas en distintas direcciones en busca de un lugar más seguro. A Praga llegarían 250.000 personas.
Mientras tanto, en esa ciudad el Comité Británico para los Refugiados intentaba encontrar una solución a esta crisis, en particular para los niños. Debían trabajar a contrarreloj para salvar cuantas vidas estuvieran en peligro, organizando una operación especial para trasladar a los pequeños a países que los pudieran y quisieran acoger. A Nicholas Winton, un joven de 29 años, corredor de bolsa, nacido en el aristocrático barrio de Hampstead Heath, le pareció un momento insoslayable. Entendería tal vez, como Albert Camus, que el heroísmo pertenece a los actos de la gente común que hace cosas extraordinarias desde la dignidad y la honradez.
Junto a su amigo y un puñado de personas pasaría día y noche, desde el Hotel Europa en la plaza Wenceslao, elaborando un registro y planeando cada paso de un colosal y ambicioso rescate. Una creciente multitud, aguantando el frío despiadado de la calle, esperaba en largas colas para ser atendida. En primer lugar, se debía conseguir el consentimiento firmado de los padres para facilitar los trámites administrativos. El medio de transporte para ponerlos a salvo sería el tren y ocasionalmente el avión. Paralelamente, se debía encontrar una familia para cada uno de ellos en los potenciales países de acogida. Nicholas Winton escribió a varios presidentes y gobiernos pidiéndoles ayuda: recibió de muchos el silencio como respuesta o un rechazo expreso, como el del presidente norteamericano Roosevelt. Su propuesta sólo tuvo una aceptación discreta en Suecia y otra generosa en su país, Reino Unido, donde, a pesar de todo, se le exigiría una fianza de cincuenta libras por niño como resguardo para pagar un probable viaje de vuelta. El tiempo jugaba en contra. Preocupaba el hecho de que los trenes debían cruzar toda Alemania, renuente a facilitar la travesía. El viaje continuaría por Países Bajos, de allí en barco hasta Inglaterra y acabaría en tren hasta Londres. En caso de iniciarse la guerra todo quedaría en nada.
De regreso en su país, Nicholas Winton publicó anuncios en los periódicos y contactó con iglesias y sinagogas buscando sin descanso hogares y tutores temporales para los niños. Pronto se dio cuenta de que la voluntad no alcanzaría para lograr su objetivo en un corto plazo. De manera que, con audacia y asumiendo riesgos, decidió falsificar decenas de permisos de inmigración y enviar dinero a sus colaboradores en Praga para relajar controles sobornando a mandos alemanes. Finalmente, el primer tren rumbo a Inglaterra saldría el 14 de marzo de 1939, la misma fecha en que el ejército alemán decidió avanzar sobre el resto de Checoslovaquia. Hasta agosto de ese año, llegarían en siete trenes a Liverpool Street Station 669 niños no acompañados. Se había programado un octavo tren para el 1 de septiembre, pero en aquella jornada Hitler invadió Polonia y se cerraron las fronteras. A bordo había 250 pequeños. Nunca se volvió a saber de ellos.
Desde aquellos días y hasta el descubrimiento de los papeles pasaron cincuenta años de silencio para Nicholas Winton. Los niños salvados del horror, en su mayoría judíos, no volvieron a ver a sus padres. Se supone que como tantos acabaron en las cámaras de gas.
Después de escuchar la historia, Grete, imitando el antiguo arrojo de su marido, decidió que debía pedir a los medios que la difundieran. Fue en el programa televisivo That’s life que saldría a la luz. En aquel espacio, un numeroso grupo de mayores invitados especialmente al estudio y otros desde sus casas en distintos lugares del mundo, se enterarían en directo de algo que ignoraban: a quién debían sus vidas. Desde entonces los llamaron “La familia de Nicky”.
Nicholas Winton vivió 106 años sin renunciar a su carácter humilde, notablemente incómodo con su fama. En noviembre de 2014, meses antes de morir, el periodista Stephen Sackur, en un reportaje para la BBC, le preguntaría por qué había tenido aquel gesto en su juventud. En dos palabras, dijo: “Por ética”. “Explíquese”, le pidió Sackur. “La ética es bondad, amor, honestidad y decencia”, respondió. Por último, y antes de acabar la charla, invitaría a que no lo siguieran llamando héroe.
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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.