Aunque nos duela el alma, la pobreza extrema en nuestro país tiene millones de historias. Hace unos días, fui testigo de un hecho tan vergonzoso como espeluznante. Una señora entró en una despensa, compró lo que necesitaba y, al pagar, el joven que la atendió le dio de vuelto un caramelito masticable por $20. La señora, indignada, le reclamó al joven que ese mismo caramelo le habían dado el día anterior por $10. Y descargó su batería de quejas, diciendo: “Ya sé, mañana tampoco vas a tener sencillo para darme vuelto y me darás el mismo caramelo por $30. Y así seguirás hasta que un día te falte un billete de $100 y me darás por ese precio el mismo caramelo. No creas que porque soy mujer y vieja me vas a tomar el pelo, porque si yo le cuento esto a mi marido, vendrá con la escopeta y te dará un tiro en el pecho. A ver si consigues cambio si vas a seguir en este negocio”. A lo que el hombre, respondió: “hay otros negocios de este mismo rubro en este barrio, señora”. Y la mujer se fue refunfuñando. Yo no podía salir del asombro de lo presenciado. No obstante, pensé: “¿Qué se habrán hecho las monedas?” Porque, que yo sepa, no fuimos invadidos por piratas, que son afectos a las mismas. No hace mucho, el gobierno se llenó la boca con la producción de una inmensa cantidad de monedas. Pero parece que jamás pensaron que la cosa se dispararía tanto que las monedas irían a parar bajo tierra, como en otros tiempos.
Daniel E. Chavez
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