Los primeros años de mi vida, cuando los deseos  comienzan tímidamente a surgir, estamparon en mí un capricho difícil de complacer: meter el dedo en la famosa "argolla" de la calesita y ganar -¡Ganar, sí!- el premio  de una segunda vuelta gratis. Testarudo y caprichoso, moneda que caía en mis manos era una invitación al intento. Probé todas las estrategias y posiciones: parado sobre el caballito, agarrado de la baranda de bronce, desde el respaldo de la silla, sobre la cabeza del león, o desde el cuello de la jirafa. Siempre con el dedito índice derecho y apuntando al frente, para insertarlo en la huidiza argolla, que parecía cobrar vida ante mi ataque, como víbora en defensa… Acertar... ¡Acertar! Ganarle al calesitero, muy hábil para eludir el ataque de mi dedito justo cuando ya "se sentía" penetrando en la esquiva argolla. Una y otra y otra y otra vez, sin éxito. Derrotado y amargamente herida mi dignidad de hombrecito, opté por la última: sentarme a pensar. Este juego escondía un lado serio, disimulado en la alegre musiquita y las coloridas figuras alegóricas llamativas, para incentivar el gasto hasta vaciar mi bolsillito. Caí en la trampa. Mordiéndome la mano, juré nunca más  dejarme seducir. Pasaron muchos años y, nobleza obliga, debo confesar que muchas veces más fui seducido y engañado. Ya no por la infantil calesita del parque de diversiones. Peor. Fue por la calesita nacional de la política. Y ahí no estoy solo. Me acompañan millones de ingenuos. Y bueno. Nos pateamos el uno al otro... porque somos argentinos.

Darío Albornoz

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