Las matemáticas son una ciencia definitivamente inexacta en política. Un buen ejemplo es lo que ha ocurrido en España: Alberto Núñez Feijóo, candidato del derechista Partido Popular, fue el más votado en las elecciones generales del 23 de julio, pero se acabó eligiendo presidente del gobierno a Pedro Sánchez, líder del Partido Socialista, en primera votación y por mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados.

Alguien podría pensar que hay una contradicción en ello, pero nada está más ajustado al sistema parlamentario español que la suma de apoyos para acceder al cargo. Sánchez obtuvo 179 votos y sólo necesitaba 176 en una primera ronda (en una segunda basta con mayoría simple) y Feijóo, en su intento de investidura en septiembre, consiguió apenas 172 en dos votaciones.

Para que esto haya sucedido, los números también hablan de razones, aunque en principio se pueden resumir buscando una respuesta a la siguiente pregunta: ¿Qué capacidad y margen de negociación tenían los candidatos más votados? El ganador de entonces, es decir, el perdedor actual, Núñez Feijóo, sólo contaba con un interlocutor deseoso de acompañarlo: Santiago Abascal, líder de Vox, un partido ultraderechista que surgió del mismo vientre del Partido Popular. Pero había un inconveniente: Abascal se ha ocupado durante toda la campaña electoral, y también mucho antes, de echar espuma por la boca criticando los derechos sociales que protegen a las mujeres, a los homosexuales, a las minorías y los desheredados, y hasta sugirió que habría que quitarles el pasaporte español a los inmigrantes ya nacionalizados y, en su mayoría, con hijos nacidos aquí; relativizó, y nunca se ha solidarizado, con las víctimas de violencia de género; se encargó con énfasis de relacionar al extranjero con la delincuencia, aun falseando datos, y trató de estigmatizar a algunos medios y a sus periodistas, vetando a muchos de ellos en sus encuentros con la prensa.

Con amigos así, ¿quién necesita un enemigo? De manera que cuando Núñez Feijóo intentó acercarse a otras fuerzas, sus representantes, incluso antiguos aliados del Partido Popular, ni siquiera atendieron la llamada y los pocos que accedieron a escucharlo, le aclararon desde el principio que lo hacían por normas elementales de educación, pero que no contara con ellos. En general, todos coincidían en decirle que la compañía de Vox era un repelente para cualquier demócrata.

Lejos de comprender la causa de su desamparo, Núñez Feijóo decidió enfadarse, algo desaconsejable en política. Se sintió incluso autorizado para trazar una línea moral y poner a quienes piensan distinto del lado, dijo, “del voto de la indignidad”. A cada grupo político que lo había rechazado, le lanzó una catarata de reproches a medida y una que otra frase hiriente. Fue más lejos incluso: como el resultado no le alcanzaba para ser presidente, consideró que habría que repetir las elecciones. Y finalmente, a su mayor contrincante, Pedro Sánchez, le dedicó una escala sonora de adjetivos por lo que él supone “una falta de respeto al resultado” y, por lo tanto, “un fraude electoral”.

Se lo podría haber tomado en serio si no fuera porque en las elecciones municipales y autonómicas de mayo (dos meses antes de las generales), él mismo avaló la formación de gobiernos de su partido con Vox allí donde había conseguido más votos el socialismo. Y no se trataba de algo menor: arrebatarían al vencedor Castilla y León, Extremadura, y varios ayuntamientos importantes de Castilla La Mancha. Tampoco recordaba el candidato popular que en otro momento reciente, con distintos acuerdos, su partido no tuvo en cuenta la lista más votada para llegar a la comunidad y al ayuntamiento de Madrid o la comunidad de Andalucía ¿Si entonces valía esta operación matemática, por qué la sentía injusta cuando se la aplicaban a él? Ahora se ha echado a las calles cada domingo para pedir una suerte de resarcimiento, dilapidando en un corto lapso la fama de dirigente moderado con la que llegó a Madrid desde Galicia para encabezar la defenestración del anterior presidente de su partido, Pablo Casado.

Su fracaso agigantó las posibilidades de Pedro Sánchez. Y aquí también se presentaba un problema de compañías indeseables. La alianza casi natural con su vicepresidenta y líder de Sumar, Yolanda Díaz, la nueva estrella de la izquierda, no era suficiente para llegar al gobierno. Por lo tanto, decidió negociar con partidos y personajes de la política con los que nadie quiere una foto. Entre ellos se cuentan Bildu, una formación vasca con ex terroristas de ETA en sus filas (Arnaldo Otegui, su líder, perteneció al ala militar de ETA y ha sido encarcelado en cinco ocasiones), y los independentistas catalanes: Esquerra Republicana y Junts, cuyo jefe, Carles Puigdemont, está prófugo de la justicia por convocar un referéndum ilegal de independencia y luego huir del país escondido en el baúl de un automóvil. “De la necesidad virtud”, proclamó Sánchez sacudiéndose los prejuicios y se lanzó a seducir a cambio de incumplir promesas de su campaña electoral, abandonar antiguas convicciones y ceder en cuestiones que causan urticarias hasta en sus propias filas. La moneda de cambio más importante fue una amnistía para los que se sublevaron contra la Constitución en Cataluña en 2017. A esto le siguió la condonación de deudas millonarias de las comunidades, la concesión de generosas partidas presupuestarias y de competencias cuyos alcances todavía no están del todo claros. Después de mes y medio, con protestas diarias en las calles, sumó los 179 votos que lo llevarían a la presidencia otra vez, es decir, más votos que en el año 2020.

El acuerdo fue presentado como un gran marco de convivencia territorial, una especie de reconciliación de hermanos desavenidos. La derecha y la ultraderecha, muy dadas a la hipérbole cuando se trata del País Vasco y Cataluña, hablan de traición a la patria, pronostican una dictadura a cambio de un puñado de votos y los más radicales califican de “ilegal” al nuevo gobierno. El clima se ha calentado tanto que la presidenta de la Comunidad de Madrid, la más poblada y la más rica del país, correligionaria de Feijóo, Isabel Díaz Ayuso, se atrevió a insultar a Sánchez mientras este hablaba en el Congreso: “Hijo de puta”, soltó desde la tribuna de invitados cuando la mencionó en un presunto caso de corrupción. Lejos de rectificar, dijo tener derecho a decirlo. En su partido le festejaron la ocurrencia.

Resultado: ya hay un gobierno fruto del consenso entre el Partido Socialista y otras siete fuerzas políticas que van de la derecha de Junts y el Partido Nacionalista Vasco a la izquierda de Ezquerra y Bildu. ¿Durará? “Mientras cumpla sus promesas”, le advierten a Sánchez estos incómodos y eventuales aliados. Lo que persistirá, sin dudas, es el enfrentamiento descarnado que hoy se traduce en protestas violentas en las calles y frente a las sedes del PSOE como correlato del discurso incendiario y la tendencia al uso de superlativos.

Sordos por voluntad propia, nadie de la izquierda o de la derecha intenta entender, matizar o dialogar; tampoco nadie es capaz de reconocer que la política española ha pasado del bipartidismo de los tiempos de Felipe González o José María Aznar a un binarismo de bloques en los que todo equilibrio es frágil e inestable. Así las cosas, los truenos anuncian tempestades en los próximos cuatro años de mandato.

Dos anécdotas quizás puedan reflejar el antagonismo reinante: Núñez Feijóo, en un ataque de autoestima o de candidez, dijo que no era presidente porque no quería (porque no quería negociar con ciertos partidos, se supone), y Sánchez, a carcajada limpia, se lo recordó durante el debate de investidura ridiculizándolo; luego, con tono magnánimo, le pedía que aceptara la voluntad de la mayoría. Al día siguiente, al producirse la votación y consagrarse Sánchez presidente del gobierno, Núñez Feijóo, como sucede por una cuestión de cortesía casi obligatoria, se acercó a estrecharle la mano y, en lugar de felicitarlo, lo usual en estos casos, le dijo: “Esto es una equivocación”.

En suma, si alguien oyera el ruido de estas endiabladas matemáticas en la escena pública española, con el lógico asombro que despierta, no dudaría en usar esos versos de García Lorca dedicados, con ironía, a la soberbia señorita Argimira López, “la que no me quiso”: “(…) Te miramos con lupa/yo y el Renacimiento”.