Según el pensamiento tomista, quien tiene fe no necesita explicaciones. Se trata de creer -nada menos-, del convencimiento pleno que proporciona la verdad revelada por un poder superior. Todo un pueblo se abraza a la fe cuando Francisco le declara al mundo que Mama Antula, nacida hace casi 300 años en Santiago del Estero, es digna de subir a los altares. La santidad no se explica, como no tienen explicación los milagros. Es el misterio de la fe el que obra en el corazón de millones de fieles, quienes aceptan a Mama Antula como interlocutora e intercesora ante el Poder con mayúsculas. De este fenómeno el NOA es protagonista desde hace semanas, con un fervor que hace tiempo la religiosidad no parecía despertar.
La biografía de María Antonia de Paz y Figueroa describe una personalidad admirable por su valentía y, claro está, por su fe. Un espíritu indomable en pleno siglo XVIII, cuando el destino de la mujer era el matrimonio o el claustro. Y además imbuida del carisma de San Ignacio de Loyola, justo cuando los jesuitas habían sido desterrados de España y de sus colonias. Pero que Mama Antula marchara a contramano de las tradiciones, enfrentada a influyentes personajes de la época, no implica que lo hiciera en la dirección incorrecta. Como laica consagrada que era desplegó una labor evangélica inusual, desde el campo a la ciudad. Y también aparece el costado literario que representa su abundante correspondencia. Hay una dimensión histórica en esa figura que trasciende al cristianismo.
Claro que está la otra arista, la espiritual. El perfil pastoral de Mama Antula sintoniza con la “Iglesia de los pobres” que Jorge Bergoglio promueve desde que heredó el trono de San Pedro. No es casual que este Papa la haya canonizado, así como había hecho santo al Cura Brochero en 2016. La raigambre de Mama Antula es profundísima y eso se comprueba en su patria chica, de la que se marchó caminando hasta terminar en Buenos Aires. Decían que andaba descalza, por Santiago del Estero, por Tucumán y por las porteñas calles del Virreinato. Símbolo de humildad, de convicción peregrina, de predicar con el ejemplo. Pequeños grandes detalles que la empujan al corazón de un pueblo que por estos días la celebra.
Se trata también de una cuestión de identidad. Desde su nombre -María Antonia en quechua- Mama Antula marca el territorio. Sin perder el carácter universal de su santidad, conserva esa condición de mujer de pueblo que la hace más entrañable aún. De ahí que se la sienta tan cercana en el monte santiagueño donde nació, en los caseríos que se reparten kilómetros a la redonda de Villa Silipica, en la capital de su provincia natal o en el resto del norte argentino. Es una santa que aglutina, que convoca, a la que se adivina marchando por las antiguas huellas de tierra, tan sencilla como los vecinos que hoy convidan un mate al paso.
Dicen que Mama Antula es milagrera. Si El Vaticano la hizo santa es porque sus especialistas lo confirman. Pero a medio mundo de distancia de Roma, los fieles de a pie no necesitaban de la liturgia papal para convencerse. Son incontables las historias que dan cuenta en el NOA de la capacidad de Mama Antula para hacer de las suyas. Para estas manifestaciones tampoco hay explicaciones. Es la fe en su máxima potencia.
Para la cristiandad, Mama Antula representa una pieza de orfebrería reluciente en el entramado de la santidad. Los no creyentes pueden encontrar otros puntos de vista para abordar el fenómeno. Porque da la sensación de que el camino de Mama Antula, lejos de concluir, está tomando nuevos y llamativos rumbos.