Santiago Garmendia - Columnista invitado

Las casas de las abuelas estaban cargadas de baratijas que nos quedaron grabadas para siempre. Cada una es diferente, lo que tenían en común era su obstinada resistencia a cualquier minimalismo. Vaya mi caso como ejemplo. Recuerdo el living que era como un museo cordobés. Cada objeto enemigo íntimo del otro. Ni siquiera podía decirse que tal cosa no pega con el resto, “el resto“ puede sugerir cierto horizonte coherente.

El caballito de bronce que siempre encontraba un pie y muchas veces uno descalzo donde caer. Es que esas patas del equino eran palillos para el peso del dorado cuerpo, que calculo en ochenta kilos. El cocodrilo rompenueces, que en su vida mordió ni una uva. El afiche de torero personalizado con el nombre de algún pariente, también caracoles que transmitían el mar en directo. Los dormitorios no escapaban a la calamitosa conjunción de lo desigual: camas estilo francés con veladores de madera terciada donde se posaban lámparas dóricas, muñequitas que duermen en cajas de fósforo y elefantes con dinero anudado.

Los artefactos no eran menos pretenciosos. El televisor Grundig -“caro pero el mejor”- y su mando horroroso, no mucho más pequeño que la pantalla. El teléfono Ericofon Cobra, una mezcla de tentáculo y periscopio que pedía a gritos una lectura escandalosa. Lo atendíamos siempre con risa y vergüenza. La multiprocesadora Yelmo, que era el Señor Papa de los electrodomésticos, llena de accesorios. Una maravilla que hacía de todo “una procesadora, licuadora, exprimidor de citricos. con disco cortador disco rallador, cuchilla cortadora. cuchilla mezcladora y batidora de claras de alta performance”, una paquetería muy práctica de ochenta mil piezas. Así cualquiera es versátil. Si se rompía había que buscar a uno de los pocos “yelmólogos” matriculados del continente que no esté trabajando para la NASA en ese momento dado que eran trabajos de la misma complejidad. Había concursos de quien pasa de juguera a batidora y a licuadora en menos de seis horas.

No valía la máxima filosófica Pluralitas non est ponenda sine necessitate (La pluralidad no se debe postular sin necesidad). En esos lugares y momentos en los que se despreciaba el principio de Guillermo de Occam, de que no se debe multiplicar los entes sin necesidad, muchos fuimos muy felices. Sin embargo no sabíamos de los malabares económicos de los viejos. Al menos no directamente. Nos dábamos cuenta por su atención a la planta de la plata, la zarza sagrada de las casas chorizo.

Es que podíamos jugar con toda la enciclopedia de chirimbolos, el caracol, el caballo-mancuerna, el cocodrilo tchaikovskyano, piedras blancas o veteadas con mica y demás.

Pero no tocar jamás aquella suculenta talluda con hojitas verdes, que Sofía Nanni, investigadora del Conicet me enseñó que su nombre serio es Portulacaria afra.

El asunto entre la Portulacaria y la economía es un ejemplo de tantos que cada familia enera como mitos y señales de lo que es una buena vida. Una regla era que no se la podía comprar, tenía que provenir de un ser querido. Más vale, sino uno invertiría en un ejemplar. Aunque de ser cierta la suerte no sé quién la vendería. En fin, la planta debería traer abundancia y por tanto mostrar un generoso follaje. Todavía resuena la voz de mi abuelo de hace cincuenta años cuando llegaba a casa y, antes de saludar, preguntaba por su verdor y pedía un reporte cuali-cuantitativo de la planta.

En estos días, las pobres Portulacarias, estas plantas que las abuelas llamaban de la abundancia y consideraban unidas a la prosperidad, están obligadas a mentirles o marchitarse.