Por Walter Gallardo
Para LA GACETA - MADRID
La conocida frase de Borges “No exageres el culto de la verdad” no serviría como recomendación para escribir una buena necrológica en un periódico de habla inglesa. No importa de quien se trate, todo indica que lo más sensato es seguir el experimentado consejo de William McDonald, editor en The New York Times: “No hay fórmula, pero debemos recordar que nuestra intención no es honrar al muerto; la justificación para el obituario está en la historia que cuenta”. Y, por lo tanto, ni la empatía ni la indulgencia son requisitos ineludibles.
Aun así, habrá quien considere que hablar mal de alguien que acaba de morir es de poca educación o poco tacto. Sin embargo, esa forma de pensar no se corresponde con el arte del obituario sino con tradiciones culturales, reglas de comportamiento o espíritu compasivo, es decir, nada que seduzca a un buen cronista y menos a un aficionado a las necrológicas, cuyo interés se centra en un retrato desnudo del personaje, sin florituras ni mentiras piadosas.
¿Cómo escribir un obituario sobre Hitler evitando decir que fue un genocida o un sociópata desalmado y megalómano? The Times no dudó en publicarlo en 1945. Décadas después, en noviembre de 2001, hizo lo propio con el terrorista Mohammed Atef, jefe militar de Al-Qaeda y mayor mentor de los atentados del 11-S. Esta muerte coincidiría con la del piloto británico y héroe de guerra Hugh Verity. Los editores decidieron entonces poner ambos obituarios en la misma página con el propósito de generar un contraste entre la vida de uno y de otro. Hubo muchas quejas de los lectores, pero desde el periódico se les recordó el buen número de delincuentes de todo tipo que habían ocupado ya sus páginas.
A propósito del tema, en una entrevista, Nigel Starck, autor del libro Life After Death: The Art of the Obituary, explicaba que las necrológicas sobre individuos infames “ofrecen a los lectores la satisfacción de constatar que una vida que había causado malestar en la sociedad ha llegado a su fin”. Y algo así parece haber ocurrido hace unos meses con la muerte de Henry Kissinger, ex secretario de Estado, premio Nobel de la Paz y propulsor y luego garante de las sangrientas dictaduras militares de Latinoamérica. En la revista Rolling Stone, Spencer Ackerman, titularía: “Henry Kissinger, criminal de guerra amado por la clase dominante estadounidense, al fin muere”.
También el mafioso John Gotti, jefe de la familia Gambino, tuvo su necrológica en la portada de The New York Times. Murió en la cárcel, víctima de un cáncer, a los 61 años, en 2002. Su debilidad por el protagonismo y el escaparate social lo habían convertido en un personaje público que se confundía con aquellos hollywoodenses al estilo El Padrino. Incluso tuvo su película. John Travolta lo retrataría imitando su pedantería y el modo ostentoso de vestir con el que se había ganado el sobrenombre de “Don Apuesto”. El periodista Selwyn Raab, especializado en el crimen organizado, fue el encargado de dedicarle más de 3.000 palabras sin adornos ni misericordia en la edición nacional. En el párrafo final, reproduciría el testimonio del ex agente del FBI J. Bruce Mouw: “Estaba obsesionado con su propia importancia (…) convencido de que ningún jurado lo condenaría porque él era John Gotti, un césar, un emperador”.
Si de actores se trata, en la historia de las necrológicas debería incluirse el texto dedicado a Klaus Kinski por el director de cine Fernando Colomo y publicado en el diario español El País: “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, sólo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz”.
Afortunadamente, encontramos entre las necrológicas notas que, valiéndose de la sinceridad para muchos otros incómoda, resaltan las cualidades de ciudadanos comunes cuyas virtudes pasan desapercibidas para la mayoría. Entre ellas, se podrían mencionar la de Michael Greenberg, cuyo espíritu filantrópico lo llevaba cada invierno a distribuir guantes a los sin techo de Manhattan. O aquel texto inolvidable de Alden Whitman, hablando del prolífico, aunque ahora poco recordado actor Richard Loo: “Murió por última vez ayer en Los Ángeles. Tenía 80 años y había actuado en unas 150 películas a lo largo de su carrera profesional. Había muerto en una buena cantidad de ellas”.
Mirando con perspectiva, quizás lo que cuesta aceptar de los obituarios es que la vida, los muchos días y las muchas noches, el dolor y la felicidad, las esperanzas y los desencantos, todo, y no importa cuánto se viva, es un material que finalmente puede resumirse en pocas palabras sin excepciones. Así y todo, no deja de ser inquietante la confesión de la escritora Margalit Fox, especializada en la materia: “Estamos muy contentos en decir que en The New York Times, la de los obituarios es una de las secciones con más contenido de periódico”.
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