Por Fabián Soberón
Para LA GACETA - TUCUMÁN
La escritora Alina Diaconú vive en Buenos Aires, en un departamento antiguo, cerca del Museo Histórico Nacional. Suele pasear por el Parque Lezama; frente a los arboles altos y tupidos recuerda el amplio jardín de su casa en el número 108 de la calle Traian, en el barrio Hala Traian, en Bucarest. Me encontré con Alina en su casa y allí me contó que nació en Rumania, rodeada de álamos altos y tupidos, como los que contempla, extasiada, en el Parque Lezama.
Alina habla un español exquisito, sazonado con un acento que viene de lejos, no es un acento propiamente dicho sino una música danzante, quizás tocada por el rumano. A veces tiene en su mente las palabras de su lengua materna, pero casi no habla en esa lengua, se ha convertido en un idioma asociado a la niñez. La lengua se mantiene en el fondo de la memoria, como los pies en el fondo del agua, como la infancia.
El rumano es una lengua antigua, con resonancias excepcionales, con la huella del fantasma romano, en el lejano Imperio. Romania, Rumanía.
Una tarde una amiga de la escuela primaria, a quien no ve desde hace decenas de años, le escribió un mail y le contó que tenía en su memoria las noches compartidas en la niñez en Bucarest. La amiga tenía el pelo largo y rubio, con rulos. En el correo evocó una navidad en la que estuvieron juntos, Alina, los padres de Alina y una empleada de Transilvania.
Alina me contó que una noche estaba sola en su departamento, el viento movía las copas silenciosas de los árboles del parque. Se preparó un te muy caliente; se quemó un poco la lengua. Ante lo inesperado, dijo unas palabras en rumano y el corazón latió más rápido. Luego se quedó callada. Se sentó frente al televisor para apaciguar el aleteo de su corazón y después se recostó en la cama.
En la mesa de noche tenía un libro. Lo miró, lo abrió, leyó una página y luego se durmió. Vino a su memoria azul la casa de sus padres en Rumania. En el sueño, las puertas de la casa estaban abiertas, la ciudad estaba vacía, era un desierto. En el centro de la casa había una mesa limpia. Las paredes estaban derruidas, como si hubieran sido destruidas por un huracán o una bomba.
Los padres conversaban en rumano. Ella quiso intervenir pero no le salieron las palabras. Intentó hablar pero una mudez insólita le ató la lengua; se quedó paralizada y quiso escuchar lo que decían sus padres. Lo curioso fue que no podía escuchar lo que decían, era como si alguien hubiera bajado el volumen de las bocas parlantes.
Se despertó.
Alina Diaconú escribe todos los días. Se sentó en la computadora y anotó unas palabras. Lo primero que escribió fluidamente fue una frase en rumano. Había recuperado la lengua.
Silvana Medici es una abogada argentina que vive en Italia la mitad de su vida y la otra mitad en Tucumán. En un viaje que hicimos con mi familia por Europa del Este (con escalas en ciudades polacas, rumanas y húngaras) Silvana me presentó a una abogada rumana que trabaja en la sucursal del estudio jurídico en Bucarest, Rumanía. Era una mujer menuda, delgada, rubia, excesivamente blanca y con unos penetrantes ojos claros. Silvana pensó, con acierto, que hablar con su colega rumana me ayudaría a escribir una crónica sobre mi paso por Bucarest.
Nos ubicamos en un bar del centro histórico. La abogada hablaba conmigo en inglés y yo le respondía con esfuerzo en la lengua de Shakespeare. Atendiendo a lo que le había adelantado a Silvana, ella me contó la historia pensando que yo podría escribirla.
Una mañana, en una jornada laboral, recibió una llamada inesperada. Era la voz de un hombre. Se presentó y le dijo su nombre. Debido a la velocidad con la que hablaba ella no le entendió. El hombre siguió hablando y ella se quedó pasmada. Él le explicaba en una lengua indescifrable, al menos hasta ese momento, y advirtió que ella no le contestaba pero siguió con su cometido. En un momento la conversación se puso tensa.
Ella apeló al inglés y el hombre no le respondió en inglés, siguió con esa lengua extraña. Ella, azorada, cortó la llamada.
Al mediodía le contó la historia a Silvana Medici, como ahora lo hacía en el café de Bucarest. Me contó que un ancestro de su padre había nacido en Argentina. Este hombre le había leído algunos cuentos en español y había tratado de enseñarle esa lengua lejana. Ella repitió como un loro algunas palabras pero con el paso del tiempo las olvidó.
Esa noche, agotada, se recostó con la idea de dormir. Antes abrió el libro que tenía en su mesa de noche y leyó una página. Mientras lo hacía, vinieron a su memoria las palabras inescrutables que había pronunciado el hombre del teléfono. En un instante, tuvo una revelación: el hombre había hablado en español. Aliviada, como si hubiera descifrado un enigma, se durmió.
En el sueño vio una chacra establecida en una llanura extensa. En una habitación estaban sus padres. Hablaban un español gauchesco, literario. Luego vio un cartel verde con letras blancas que identificaban el pueblo. Estaba en la pampa argentina. Dedujo que la chacra había sido de sus padres y que era una niña. Mientras escuchaba la conversación quiso intervenir pero no pudo. Las palabras no le salieron. Algo le impidió hablar.
Se despertó. Se lavó los dientes y así como estaba se dirigió a su escritorio. Empezó a escribir. Quería dejar en un cuaderno la historia del sueño. Las primeras palabras le salieron en español.
La abogada rumana se llama Alina Diaconú y vive en el barrio Hala Traian, en el número 108 de la calle Traian, en Bucarest, Rumania.
© LA GACETA
Fabián Soberón - Escritor.
*Una versión de este cuento, traducida al rumano por Andreea Vieru, fue publicado en la revista Prosodia, de Sibiu, Rumania.