Por José María Posse

Abogado, escritor, historiador

En julio de 1816, la Revolución está asediada por enemigos externos e internos, que hacen peligrar su continuidad. El rey español ha recobrado su trono, e intenta recuperar también sus territorios americanos enviando poderosos ejércitos.

Tucumán, convertida en el bastión de la libertad, sostiene prácticamente en soledad al Ejército del Norte y a un Congreso conformado por representantes de muchas de las provincias del Antiguo Virreinato.

La sede

El Estatuto Provisional de 1815 (constituido a efectos de determinar en adelante los destinos de la Revolución, junto a representantes de todas las antiguas Provincias del Río de la Plata),  disponía que luego de asumir el cargo de Director Supremo, se invitaría “con particular esmero y eficacia a todas las ciudades y villas de las provincias interiores para el pronto nombramiento de los diputados que hayan de formar la Constitución, los que deberán reunirse en la ciudad de Tucumán, para que acuerden allí el lugar donde hayan de continuar las sesiones’’. El director Ignacio Álvarez Thomas se apresuró en acatar la cláusula, y envió rápidamente las invitaciones.

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Se había elegido a Tucumán como sede no solo por razones geográficas, sino principalmente políticas y de seguridad. Buenos Aires ya despertaba fuertes desconfianzas en los de tierra adentro. Las provincias litorales (Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos), bajo la órbita del caudillo oriental José Gervasio de Artigas, enemistadas con los porteños no habían enviado sus representantes. También la influencia artiguista hacía peligrosa a Córdoba. Las de Cuyo estaban muy a trasmano y podían ser invadidas en cualquier momento desde Chile por los realistas. Salta y Jujuy tenían el riesgo de la vecindad del poderoso enemigo. Santiago del Estero, Catamarca y La Rioja eran poblaciones muy pequeñas, con escasos recursos y desarmadas.

Pero en Tucumán todo era diferente: fortificada en La Ciudadela, y con una población que había probado su fervor y entrega a la Revolución durante las Batallas de Tucumán y Salta, era la única plaza en donde los Congresales podrían debatir con libertad, protegidos por un pueblo determinado, y por las bayonetas de los soldados del Ejército del Norte. Se sabía de movimientos de los artiguistas en la zona, principalmente desde Santiago del Estero, tendientes a desarmar el Congreso por medios militares.

Apenas un villorio

Los representantes empezaron a llegar en los últimos días de diciembre de 1815, más que fatigados por los infernales caminos, el calor intenso y el polvo del trayecto.

La gran mayoría no había puesto jamás el pie en la ciudad en la que iban a deliberar. No había mucho que ver. El centro de todo era la plaza, nombre suntuoso para un espacio abierto donde pastaban libremente los animales. Al frente se alzaba el Cabildo, de dos plantas y ocho arcos sin torre. Las iglesias eran insignificantes, salvo San Francisco, erigida por la expulsada Compañía de Jesús. La chata edificación aparecía más o menos compacta en las pocas cuadras inmediatas a la plaza. Después se hacía salteada, para prácticamente desaparecer más allá de la ronda.

Caballos y carruajes horadaban la superficie de las calles de tierra. Raramente se veía una vereda de ladrillos ceñidos por tirantes de quebracho. Las diversiones públicas eran escasas. Además de las fiestas religiosas, que terminaban con bailes y juegos, sólo había un par de mesas de billar y otras tantas canchas de bochas.

La vida de la ciudad duraba lo que la luz del sol. Después, se trancaban las puertas y la familia comía a la luz de velas. Sólo algunos mozalbetes en tren de juerga se atrevían a caminar durante la noche. Al no haber posadas, los diputados se alojaron en casas de familia o en los conventos (especialmente en el de San Francisco), y pasaron varios días a la espera del quórum para sesionar.

Grave situación

Tucumán existía como autónoma desde dos años atrás, y tenía bajo su dependencia a Catamarca y a Santiago del Estero. Los costos de la guerra por la Independencia habían sido soportados en gran parte por el vecindario tucumano; en razón de ello, los comerciantes y hacendados estaban al borde de la quiebra.

Recibir el Congreso no hacía sino agravar los problemas que enfrentaba el gobernador Bernabé Aráoz. El principal, atender el Ejército del Norte, cuyas necesidades de alimentos, caballos y dinero eran un pozo sin fondo, que se llenaba relativamente gracias a empréstitos arrancados al comercio.

El gobernador se las arregló para cumplir, y se sabe que de su peculio tomó el dinero para hacer frente a muchos de los gastos de la histórica Asamblea. Las sesiones del Congreso se iniciaron el 24 de marzo de 1816. No habían llegado aún todos los diputados.

El Redactor explicó que se empezaba “con este personal incompleto, debido a los contrastes de una guerra obstinada y para así satisfacer los votos ardientes de las provincias de la Unión”. Las investigaciones del Dr. Ramón Leoni Pinto muestran que el gobernador Aráoz atendió a conciencia todo lo que se le presentaba; desde acondicionar para las sesiones el caserón de los Laguna hasta resolver cosas que hoy suenan a minucia -y entonces no lo eran- como el sueldo del portero de la Sala, o la provisión de papeles a los diputados.

Paul Groussac, quien entrevistó a testigos aún vivos de aquellas jornadas, informa que las reuniones preparatorias se hicieron en casa del gobernador Aráoz, a la espera de que, en la vivienda de Laguna, terminara el trabajo de unir dos habitaciones derribando una pared. Afirma también que Aráoz “facilitó la mesa escritorio (de guayacán que aún se conserva),  con sus útiles y el macizo sillón presidencial’’. En cuanto a “las sillas para los diputados y los escaños para la barra’’ fueron traídos de San Francisco y de Santo Domingo.

Fuera de la actividad oficial que asientan las actas o que consta en la correspondencia privada, poco o nada se sabe de cómo transcurrieron los días de los congresales en Tucumán. Deliberaban durante el día, no hubo ninguna sesión nocturna. A pesar de todo, el salón estaba iluminado -dice- con una araña de ocho velas de estearina, préstamo del convento de Santo Domingo.

Insistencia

Los Congresales están perplejos en cuanto a la determinación a tomar. Es el momento más peligroso: la continuidad o no del proceso independentista depende de una decisión que lo cambiará todo. El general José de San Martín desde Cuyo, los alienta a dar el paso hacia la Libertad e Independencia. Son muchos los peligros que los acechan, y pocas las certezas que pueden sostener una declaración tan importante, para el futuro de la Revolución.

Con acierto escribía San Martín en abril de ese año a Tomás Godoy Cruz, diputado mendocino: “¿no le parece a ud. una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quién en el día se cree, dependemos? ¿Qué falta para decidirnos?” (Obras Completas de Bartolomé Mitre, tomo V, p. 261 en Comisión Nacional del Centenario: Documentos del Archivo de San Martín, T. V, p. 542).

San Martín no quería cruzar los Andes al mando de un grupo de rebeldes, sino al frente de un verdadero Ejército Nacional, con bandera propia y representación de un pueblo libre y soberano.

En privado

El 6 de Julio, el general Manuel Belgrano, recién llegado de Europa, con información de primera mano de lo que allí acontece en relación a las restauraciones monárquicas, solicita una reunión reservada con ellos. Allí los conmina a romper de una vez con el yugo de la Monarquía Española, a comenzar a transitar un camino hacia la autodeterminación, a la conformación de un nuevo Estado en el concierto de las naciones. ¡No puede darse ni un paso atrás!

Muchas veces, al referirse a ese día bisagra del Congreso, historiadores se detienen en la postura de Belgrano de proponer una monarquía incaica. Lógico era de suponer que si queríamos ser una nueva nación, libre y soberana, debíamos designar una autoridad que fuera reconocida como par por los monarcas europeos que iban siendo repuestos en Europa por la Santa Alianza. La casa de los Incas lo era y tenían títulos otorgados por la propia corona española.

Hoy se sabe que la intención del creador de la bandera respondía a una estrategia tendiente, por un lado, a lograr la adhesión de la inmensa masa de indígenas que habitaban el actual territorio nacional y el Alto Perú; por el otro, entendía que los reyes europeos, sólo aceptarían tratar con pares del otro lado del océano, pues no reconocían otra forma de gobierno. Ello era vital para ser considerados como una nueva nación soberana. Recordemos que la única república por entonces era la norteamericana, quien recién comenzaba a dar sus primeros pasos en el ejercicio institucional.

Algunos historiadores pretendieron mancillar la memoria de Belgrano, tratando a esta propuesta como una ingenuidad política, lo que queda absolutamente desvirtuado en la correspondencia previa y posterior de éste al tratar esta cuestión.

Lo cierto es que fue a instancias de Belgrano que se preparó el manifiesto que debía tratarse pocos días después, inspirado claro está en el acta de los Estados Unidos de Norteamérica. La fruta estaba madura ya para declarar la independencia, no había más tiempo que perder si se quería dar la jugada final contra la corona española. Lo cierto es que ese 6 de julio, el general Manuel Belgrano insta a los congresales a declarar la independencia. Ese fue su rol esencial, y es lo que debemos recordar de él, con renovado agradecimiento por todo lo que dio por la causa emancipadora

Libertad sudamericana

El 8 de Julio un sordo rumor comenzó a serpentear por las polvorientas calles de aquel pueblo habitado por unas pocas almas, que conformaban San Miguel de Tucumán. Para el día 9 se preparaba una declaración fantástica: se romperían por derecho, los vínculos que de hecho se habían cortado con España.

El 9 de Julio de 1816, en un día que quedará instalado en la historia universal, los congresales firmaron la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica, con la voluntad de investirse del alto carácter de una Nación libre e independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli, y de toda dominación extranjera. Ese día en la pequeña Tucumán, nacía la Patria Grande sudamericana.

Histórica declaración

El martes 9 de Julio de 1816, no llovía como en aquel 25 de Mayo de seis años antes. Don José Gregorio de Aráoz, testigo de aquellas jornadas escribió: “A las dos de la tarde tuvo lugar la Declaración de la Independencia; el día estaba lindísimo, sin una nube, y por la noche, de plena luna, se mantuvo el cielo como en el día, claro, sin una mancha”. A pedido del diputado por Jujuy, Sánchez de Bustamente se trató el “proyecto de deliberación sobre la libertad e independencia del país”, no hubo discusión alguna. Todos estuvieron de acuerdo en declarar la independencia. Ese día no hubo fiestas, pero se prepararon para los festejos del día siguiente. Los actos empezaron a eso de las nueve de la mañana del día 10 con una misa celebrada por un congresal: el sacerdote Castro Barros. Asistieron todos los diputados a los actos encabezados por el gobernador Aráoz, el Presidente del Congreso Francisco N. Laprida y el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón. Todos ellos recorrieron las calles de manera solemne, recibiendo los saludos del pueblo volcado a las calles en medio de una indescriptible algarabía. En la plaza esperaba la gente. Era miércoles pero parecía un domingo. Unos con ponchos y botas, otros con galeras y chaquetas, escuchaban a los cantores que interpretaban cielitos y zambas que tenían como tema principal la Independencia. Durante las jornadas posteriores, se enviaron copias del acta, redactadas también en quichua y aymará a los cuatro puntos cardinales de los antiguos territorios virreynales.

Jurar la Independencia

La jornada fijada para la jura de la Independencia fue el 21 de Julio. Rememora el Redactor que concurrieron a la sala de sesiones el gobernador de la Provincia de Tucumán, don Bernabé Aráoz, el general en jefe del ejército, don Manuel Belgrano, el cuerpo municipal, es decir, los integrantes del Cabildo de San Miguel de Tucumán. También estuvieron presentes sacerdotes y público en general. Todos concurrieron con alegría y entusiasmo en sus rostros, atento al importante acontecimiento que iban a protagonizar, el cual, continúa el Redactor, “se verificó con toda la gravedad, decoro y circunspección, que a su naturaleza corresponde el juramento cívico de la independencia del país en los términos siguientes“.

Fray Cayetano Rodríguez nos proporciona la fórmula bajo la cual juraron, por primera vez, la Independencia Argentina, en San Miguel de Tucumán. También bajo esta fórmula debían jurarla todos los habitantes de las Provincias Unidas:“¿Juráis por Dios N. Señor y esta señal de †, promover y defender la libertad de las Provincias Unidas en Sud América y su Independencia del rey de España, Fernando VII, sus sucesores y metrópoli, y toda otra dominación extranjera? ¿Juráis á Dios N. Señor y prometéis á la patria el sostén de estos derechos, hasta con la vida y haberes y fama?  Si así lo hiciéreis, Dios os ayude, y si no, Él y la Patria os hagan cargo”. Después de haber prestado juramento los congresales, las autoridades y el público presentes, narra El Redactor, periódico oficial del Congreso que “quedó concluido este acto, en todas sus partes“.

De ese modo, los ciudadanos de las nacientes Provincias Unidas en Sudamérica juraban, al igual que los congresales, defender La Independencia recientemente declarada, “hasta con la vida y haberes y fama“; al igual que lo hicieran los congresales, al declararla, 12 días antes. Nacería una Nación en medio de la turbulencia de la lucha de facciones, pero sustentada por un pueblo decidido como el tucumano, y de patriotas que no ahorrarían esfuerzos ni cejarían en el afán de convertirse en ciudadanos de una república soberana.