El queso de Tafí (de la A a la Z) es un pedazo picoso - y ciertamente riquísimo- de nuestra historia. Entre sus capas de gusto está la ingeniería jesuítica, las disputas filosóficas sobre su sabor especial, el pasado indígena, las prácticas milenarias y la ciencia actual. Se debate hace siglos sobre el origen de los sellos, la importancia de la algarrobilla en la dieta de las vacas, los cambios de sabores según su estacionamiento. Estos queseros, a diferencia de los detestables oportunistas del fútbol que reciben ese mote, no sueñan con la pelota fácil. Al contrario, son laboriosos y pacientes. El queso de Tafí es leche, sal, cuajo y tiempo. La espera láctea, esa es la constelación universal en la que se esmeran. Claro, no se pueden ignorar otros quesos tucumanos que también son exquisitos hijos de la espera y la tradición, desde Trancas hasta Simoca.
Recuerdo la expresión “en lo del Berna Mothe hacen el queso que no quisca”, asumiendo una relación -por otra parte cuestionada- entre ciertos quesos y constipación. Era su forma de hacer publicidad, con cierta sana rivalidad respecto al supuesto de que otros quesos más estacionados generan problemas de truncamiento intestinal. Tema de cañerías.
El queso de la trampa
Pero lo que es realmente absurdo, enigmático, es la naturaleza humana y su gusto por hacer lo que digan que hay que hacer, sin el menor intento de dar con buena información. Más allá de nuestro queso vallisto,y de los otros tantos buenísimos que se fabrican en nuestra provincia, están todos perdiendo su lugar en la mesa de los tucumanos en manos del engrudo de las masas: llamado “Queso Cheddar”. Así como se dice que el Sacro Imperio Romano Germánico no era Sacro, Imperio ni Romano, el producto así nombrado no es queso... ni Cheddar. El problema del pasado es inquietante, pero no lo es nada comparado con el futuro.
El término “queso” tiene una riquísima semántica de metáforas. “soy un queso”; “sos un quesero” (algo así como un arribista pre-offside). El “que corta el queso” es quien toma decisiones, el verdadero genio detrás de una organización. “¿Quién corta el queso?” es por el capo de los jefes.
El término inglés que se usa para las fotos es “cheese”, (“queso”), sería como nuestro “Digan whisky”. En inglés, “queso” es la palabra de la alegría, que si la combinamos con la nuestra sería casi lo que la filosofía llama “felicidad”. Tan es así que para ellos “queseando” (“cheessing”) es estar sonriendo para la cámara. Nuestra palabra para la sonrisa sugiere el gerundio “chupando”. El “cheese” también es el slang (lunfardo) de “dinero” y de “buchón”.
Pero una cosa es queso, queso que se corta, que se nombra en las fotos, que es sinónimo de lo valioso, de la acción peligrosa. Otra cosa es lo que se llama “Queso Cheddar”. Producto industrial que se ha impuesto desde las también dudosas y exitosas cadenas de hamburgueserías. El problema no es el Cheddar, noble queso de origen inglés, justamente del lugar de ese nombre y que es de difícil elaboración. El asunto es la masilla naranja que es más pariente del slime que de los maestros queseros ingleses.
El maestro quesero Pablo Madsen, en un excelente artículo del diario “La Nación” tiene una frase perfecta: a los quesos industriales cheddar se los clasifica en los menos feos y los más feos. Es un fiambrín, el paco de los productos lácteos. En la misma nota, Martín Rosberg sostiene que el recorrido histórico del cheddar es un gran ejemplo de “la perversión de la industrialización del queso”: una demostración de cómo puede la industria degradar un noble producto.
Recordamos que el verdadero Cheddar es, como señalamos, un noble y difícil producto que tiene cuidados similares a los de cualquier buen queso, como el tafinisto y es muy difícil hacerlo a grandes escalas. Pero se ha convertido en la porquería que es al punto que no le permiten llamar “ queso “ en el propio Estados Unidos. Porque el queso es leche, suero, agua y tiempo. Pero nadie sabe lo que contiene el Cheddar; ese queso es un refrito de quesos estirado con productos como los que se usan para alisar el pelo y que están prohibidos. El queso industrial “Cheddar” fue de gran utilidad: en la guerra mundial. O sea que es una sustancia más emparentada con el complejo militar industrial que con la FAO. Su versión sólida avanza con el mismo brío: los famosos “cheetos”. La guerra terminó, comamos bien.
Hace tiempo se debatía sobre qué habían aportado los Estados Unidos al placer de la bebida: no era el vino, la cerveza, el gin, el pisco ni el whisky. Eran los tragos. Esa picardía se ha extendido a muchos otros lugares, lamentablemente también al queso. Dan pocas ganas de posar para una foto y decir “cheese” pensando en el engrudo naranja estirado, el paco de los lácteos que se hace como los peores chorizos, usando requechos de otros quesos y químicos. Que encima se los vende como si fueran los chorizos de la Angelita.
Dicho sea de paso, a los ratones no les gusta, no prefieren el queso así que demoran en elegirlo, que lo hacen sólo cuando tienen mucho hambre. De allí el triste título de la película de Tom Waits “siempre hay Cheddar gratis en la ratonera”. Cuidado con la trampa, que no es para roedores sino para incautos.