Por Marcelo Gioffré
Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Hay un viejo chiste de aduaneros. Unos hombres cruzaban periódicamente por la frontera con carretillas llenas de paja, los guardas y verificadores revolvían y revisaban entre la paja, la sacaban y la volvían a colocar en busca de algún objeto oculto; no encontraban nada. Así sucedió durante bastante tiempo, sembrando la intriga de los controladores. Por fin, hicieron un pacto con los hombres: “Los dejaremos seguir pasando lo que sea, pero tienen que contarnos qué es lo que están contrabandeando”. La respuesta fue: “Carretillas”.

Desde los años 60, María Simón desarrolló su obra alrededor de un objeto no menos insulso: simples cajas de cartón corrugado. Nacida en 1922, en Aguilares, pertenecía a una familia patriarcal e ilustre, propietaria de dos ingenios azucareros. Cuando viajaban en tren a Buenos Aires tomaban todo un vagón y eran atendidos por su propio personal. Rodeada en su niñez de lujos, llevó luego una vida que mezclaba el dandismo con la bohemia. Se casó a los 21 años y tuvo una hija. Al mismo tiempo comenzó su formación como escultora: Jorge Romero Brest y Libero Badíi fueron personajes cruciales en su carrera.

En la década del 60, ya separada, ganó premios que le permitieron trasladarse primero a Londres y luego a París, donde se radicó y se fue integrando al grupo de artistas argentinos que vivían allá –Rómulo Macció, Luis Tomasello, Fernando Maza, Antonio Seguí–, con los que paseaba por la ciudad, comía asados y tal vez se emborrachaba en sótanos embotellados de noctámbulos. Una ciudad envuelta en las polémicas en boga que el existencialismo sartreano y la cultura beatnik ponían en circulación.

Si una palabra define su peripecia es libertad, lo que para una mujer en aquellos años era un signo tajante de progresismo. Devenida rubia a la manera de Marilyn Monroe, dotada de una belleza hipnótica, seductora hasta el vértigo, femme fatale, con labios carnosos y vestida con esos pantalones oxford de la época, tuvo amores variados. Como señala con agudeza María Gainza, ella misma tituló sus memorias, que escribió poco antes de morir, María y los hombres: toda una contraseña. En 1970, dos años después del famoso mayo francés, se casó con una figura clave del ambiente artístico: Jacques Lassaigne, el curador que había participado en la resistencia ante la ocupación nazi y que sería el Director del Museé d’Art Moderne de la Ville de París. Pasó a codearse con el judío soñador Marc Chagall y con la familia del presidente Jacques Chirac; ese era, nada más y nada menos, su ecosistema. Esculturas monumentales de Simón comenzaron a diseminarse por lugares emblemáticos de Francia y España.

Ahora que conocemos algo de la historia de María Simón podemos volver a las cajas. Cartón corrugado tomado como esqueleto, llevado a fundiciones y convertido en plomo, en bronce, en aluminio, manteniendo sus pliegues y rugosidades. Cajas de archivo o de masas, descuartizadas o no, siempre abiertas y vacías. Las obras del artista búlgaro Christo, al revés, son envoltorios que ocultan, obturan lo que está adentro. En la producción de María Simón hay una tensión entre un afuera que pasa al primer plano y un interior que se esfumó, entre lo opaco del cartón que servía de molde y lo brillante o dorado del aluminio o el bronce que aparecen en primer plano.

Hay dos formas de interpretar este problema que nos presenta Simón. La primera es como un síntoma de la posmodernidad, que es la preeminencia del envase por sobre el contenido, de la narración por sobre los hechos reales, de la velocidad por sobre la concentración. Lenguaje-espuma. La espectacularidad del packaging que pasa de medio a fin. Lo que hoy se sintetizaría así: la vida por un like en una red social.

El posestructuralismo es el movimiento filosófico que introdujo esta tesis: no hay contenido, solo hay empaque. Los grandes pensadores que lo desarrollaron nacieron en la década del 20, de modo tal que cuando Simón empezó a trabajar con recipientes vacíos tendrían poco más de 40 años y ya publicaban sus ideas. Lo más probable es que no los haya leído, que no haya existido una influencia directa, pero esas ideas flotaban en el aire de París en aquellas décadas. Así, esas cajas habrían prefigurado el mundo que se avecinaba: política reducida a escala de eslóganes, porque nadie puede prestar atención más de unos segundos; líderes convertidos en actores o humoristas extravagantes, porque se ridiculiza a quienes despliegan razonamientos con cierta serenidad. Imágenes rápidas como flashes prevaleciendo sobre los desarrollos discursivos. La apoteosis de lo efímero. Superficialidad en su máxima expresión. Eso que hoy muestra Jeff Koons –no sabemos si como crítica o exaltación– con sus muñecos rutilantes. No afirmo que María Simón aprobara o apañara esta cosmovisión, sino que, con sus cajas, daba su testimonio de lo que estaba sucediendo en el mundo. Incluso podría decirse que, al pasar de lo efímero del cartón a lo durable del metal, buscaba sabotear y cuestionar la mirada indulgente de los posmodernos.

Pero hay una segunda forma de observar este corpus: las cajas vacías podrían remitir al descarte. Serían el emblema último de todo lo que el hombre abandona después de haberlo usado. Las cajas habitualmente contienen algo, pero los objetos artísticos de Simón están vacíos porque lo que estaba adentro desapareció y ese envoltorio, ya inútil, es descartado. La cosa en sí, como diría Kant, es lo no nombrado, lo que se fue; lo que queda son esos cadáveres visibles de cartón corrugado, ese cementerio de desechos, como las sobras incómodas después de una fiesta. De ser esta hipótesis válida, habría un secreto vínculo con un fenómeno que irrumpió en la Argentina a principios de este siglo: los cartoneros. Desocupados que empezaron a vivir de revolver en los tachos de basura. Una obra tardía de 2005 parece avalar esta conjetura, porque muestra la preocupación de Simón por visibilizar ciertas pústulas sociales. Se trata de una serie de figuras desgarbadas, alargadas, muy al estilo de Alberto Giacometti, hechas con alambres, cartón e hilos: se llama Los piqueteros.

Las piezas de Simón son misteriosas, nos interrogan, nos obligan a repensar nuestras certezas. ¿Estética de una piel hueca, de una realidad rápida que no es sino superficie brillosa y sin contenido? ¿Denuncia de un mundo donde predomina la descartabilidad de los materiales, de los objetos e incluso de los seres humanos? ¿Esconde la obra de Simón, como las carretillas contrabandeadas, un sistema estable e inteligible? ¿O su peripecia es puramente fortuita? Su vida y su legado constituyen un incendio de preguntas insatisfechas, un hiato de perplejidad. Por eso no fue extraño que en la reciente presentación de un libro que rescata su figura, en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires –que acaba de incorporar una de sus obras emblemáticas–, alguien del público invocara, desde el fondo de la sala, algún fleco verosímil de intimidad, de años compartidos. Ese hombre pretendía adjudicar a una parte la entidad del todo. ¡Falsa ilusión!: ni siquiera ella habrá dispuesto de ese todo esquivo, porque ese manojo de preguntas irresueltas anidaba, muy probablemente, en el hueco de las cajas, esa zona enigmática en la que nuestra artista debía de operar intuitivamente, a tientas. Con sus dudas a cuestas, tan sigilosa como un polizón amable, agazapada en los pliegues de esta nota ella vuelve a Tucumán.

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Marcelo Gioffré – Periodista, escritor y abogado.