Por Hernán Carbonel

Para LA GACETA - SALTO

“El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis hombres atravesaban el patio de una pequeña casa de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires”.

Así comienza Amalia, de José Mármol. Publicada en formato folletín en el diario La Semana de Montevideo, en 1851, su continuación entró en suspenso tras el pronunciamiento de Urquiza del año siguiente. No eran épocas sencillas para el contexto del país –como si ahora lo fueran, con las consecuentes disculpas del lugar común–. Recién en 1955 se publicaría, pero en Buenos Aires, de manera completa y en formato libro.

Amalia “establece una relación entre amor y política”, porque “lo que impide que ese amor se realice” es “la política misma”, escribe Ricardo Piglia en la “Clase I. La vida privada” de Escenas de la novela argentina. Es la “ficción calculada”. No se trata de la disyuntiva amor-familia, como en Romeo y Julieta, es “la mirada liberal”. Contra Rosas –ahí están Manuelita, Agustina Rosas, Josefa Ezcurra–, se trata en definitiva de un romance como espejo de la realidad histórica.

Eduardo Belgrano, describe Piglia, “ha tratado de huir al Uruguay, pero una partida de la Mazorca lo acorrala, él consigue escapar, Amalia [viuda, tucumana] lo hospeda en la casa y surge un amor entre ellos” (escena que exigiría –si tuviéramos ganas, si tuviéramos tiempo, si nos diera la capacidad– una comparación con “Apéndice: Luba”, la segunda parte de la nouvelle “Nombre Falso” del mismo Piglia, aquella historia entre la prostituta y el anarquista que el narrador le atribuye a Arlt y que en verdad es la traducción de un cuento de Andreiev. Quién sabe, quizás algún día tengamos la capacidad, tengamos tiempo, tengamos ganas).

Para una parte de la crítica, podría considerarse la primera novela rioplatense. En ese caso, iría al top four de la literatura fundacional argentina del siglo XIX junto a El Matadero, Facundo y Martín Fierro, aunque esa es otra discusión. Pero lo cierto es que Amalia arrastra, sin que ello estuviera en el plano de su anhelo, un plagio. No un plagio del orden de la ficción, como se plantea en el mencionado “Nombre falso”, sino un plagio real y concreto.

En 1867 se publica en París un libro que lleva por título La Mas-Horca, firmado por un tal Gustave Aimard. ¿Quién era Gustave Aimard? Era y no era. Se trataba del seudónimo –oh bella difuminación del concepto de autor, la sábana primera para el disfraz de fantasma con que cuentan los escritores– de Olivier Groux, nacido en la capital francesa en 1818 y muerto en la misma ciudad en 1883.

Huérfano de nacimiento, prófugo de adopciones, viajó por América del Sur, se alistó en la Marina Real, de la cual desertó estando en Chile –y disculpen ustedes, pero es imposible no pensar en el comienzo de “El impostor inverosímil Tom Castro”: “Ese nombre le doy porque bajo ese nombre lo conocieron por calles y por casas de Talcahuano, de Santiago de Chile y de Valparaíso, hacia 1850”–, se dice que llegó a la Argentina en la era del rosismo y que luego migró a Estados Unidos para unirse a la tribu de los cheyenes. Aventurero –no todos los que vagan están perdidos, dice el lema–, continuó sus derivas por España, Rusia y Turquía, para instalarse por fin en su tierra natal en 1854 y dedicarse a la escritura de novelas de aventuras.

Lo probable es que, en alguno de esos viajes, Aimard-Groux se haya agenciado un ejemplar de Amalia. Y, si bien altera títulos y nombres, elimina fragmentos, aligera, modifica, traduce (no nos queda otra que volver, ustedes disculparán la recurrencia, a “Nombre falso”: la literatura como robo, copia, apropiación, homenaje, cita, parodia, transcripción), múltiples estudios de distintos órdenes y latitudes confirman el plagio. Uno de los primeros, una nota del diario La Nación de 1875. Mármol había fallecido cuatro años antes. ¿Llegó a saberlo? Quién sabe.

No satisfecho con eso, Aimard-Groux publicó una segunda parte, titulada Rosas, donde, en palabras de Luis Gusmán, “la figura de Rosas se bestializa; reproduce la temática, pero no el mecanismo de terror que logra Mármol”. Para volver a y cerrar con Piglia y sus Escenas de la novela argentina, este de plagio invertido (pensémoslo desde una mirada eurocentrista: no ya original europeo versus copia tercermundista, sino su opuesto) “es el único caso en el país y el sueño de todo escritor argentino”. Piglia y la ironía al poder.

Coda: “Cuando yo era chico”, dijo alguna vez Borges, “ignorar el francés era ser casi analfabeto”. Claro que él era chico a principios del siglo siguiente, y solía mentir sobre el año de su nacimiento, y era un enamorado del Siglo XIX (“clausura por medio de la parodia la línea de la erudición cosmopolita y fraudulenta que define y domina gran parte de la literatura argentina del XIX”, escribió el mismo Piglia). Nunca olvidemos esto: el Facundo abre con una frase en francés, que Sarmiento atribuye a un autor equivocado. O sea, cita mal. Todo vuelve. Todo se repite. Infinitamente. Y mejor si es desde los márgenes.

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Hernán Carbonel – Periodista y escritor.