Por Juan Ángel Cabaleiro

Para LA GACETA - TUCUMÁN

En el siglo pasado, las dictaduras en América Latina eran de derecha, y las promovían los Estados Unidos. En este, son de izquierda, y las sostienen Rusia, China e Irán, pero sobre todo la insondable estulticia humana, su aliada más poderosa y fiel. Hoy, en Venezuela, quien secuestra, tortura y asesina, quien viola los derechos fundamentales y mata de hambre a su pueblo, es la izquierda chavista en el poder (y otro tanto ocurre en Cuba y Nicaragua), mientras que a la tan mentada y fantasmagórica «derecha» solo se la puede acusar de «ser de derecha», como si fuera un pecado, o de algo tan inconcreto como la supuesta adscripción al «fascismo», término arrojadizo del que casi nadie escapa. Así y todo, la quijotesca oposición venezolana, liderada por la vigorosa María Corina Machado y el endeble Edmundo, no puede llamarse propiamente «de derecha» desde que contiene entre sus votantes a todo el arco opositor, incluyendo una buena parte del viejo chavismo arrepentido.

Una pregunta clave

De todo este monumental embrollo me interesa lo siguiente: ¿por qué, con tanta y tan grave evidencia en contra, hay quienes siguen respaldando a los tiranos y a sus regímenes, dentro y fuera de estos países? Sobre todo fuera, desde la cómoda y tranquila distancia del observador que, revolviendo el café, busca argumentos para defender a los victimarios y echar un manto de sospecha sobre las víctimas. Hay varias explicaciones posibles. Sabemos que el militante sumiso y adoctrinado tiene una visión estrecha y esquemática de las cosas, mucho más que el hombre común, por poco instruido que esté. Visión ramplona que además es abstracta, porque rehúye o niega los hechos duros y se aferra a imaginaciones, teorías o explicaciones muchas veces estrafalarias, y siempre inverificables. Los hechos no cuentan, solo las interpretaciones. La existencia en Caracas del «Helicoide», el centro clandestino de detención y tortura más grande de América, no interesa, no cuenta, pero sí la teoría de la conspiración que ve la realidad como un gran montaje norteamericano, porque Venezuela tiene petróleo. Como si Argentina no lo tuviera, o como si no tuvieran recursos naturales apetecibles casi todos los países del mundo. Como si Cuba no sobreviviera gracias al petróleo venezolano, y tuviera sus agentes, asesores y sicarios en Venezuela por puro idealismo revolucionario.

Desmemoria y literatura

Aquellas viejas dictaduras del siglo XX nos dejaron, al menos, un puñado de alegrías literarias: el subgénero de la «novela de dictadores», que hunde sus raíces en la ignominia de la realidad y florece en obras de ficción que muestran, bajo el lente de lo bello, lo más horrendo y bochornoso de la condición humana. ¿Cabe esperar que las actuales dictaduras de izquierda generen un fenómeno similar? No lo sabemos, aunque parece más probable que un camello atraviese el ojo de una aguja a que nuestro mundillo literario e intelectual enarbole las banderas de la democracia y los derechos humanos en Cuba, Venezuela o Nicaragua. Ojalá me equivoque, pero no imagino a nadie escribiendo la novela de Maduro, el Dictador, narrando las increíbles tropelías del régimen a la manera de Mario Vargas Llosa en La fiesta del chivo. Don Mario ya está retirado y muy viejito para hacerlo, y no se ve en las generaciones que le siguen a nadie que lo iguale en coraje democrático y vocación de incinerarse ante los Torquemada de la progresía.

A esta improbable novela de Maduro, el Dictador, no hay quien la escriba, y no deja de ser una lástima, con lo jugosos que serían sus entretelones. Imagínense al Séquito Madurista barajando números y porcentajes para el anuncio de la noche electoral; o el vertiginoso esfuerzo de sus súbditos por elaborar las actas soñadas de una voluntad popular imaginaria. Imaginen personajes como el malévolo Diosdado Cabello, a Cilia Flores, la aterrorizada esposa de Maduro, o la pandilla de narcogenerales conspiranoicos… Una novela apasionante que nos perderemos, y se perderá con ella la memoria literaria de su trasfondo.

Esa paradójica trasmutación de la maldad en arte, emblemática de la novela de dictadores, opera en nosotros una fascinación ambigua: la rareza de un protagonista odiado por el lector, de un malvado cautivador al que repudiamos, al tiempo que una fuerza soterrada nos empuja a empatizar con él, a comprenderlo de alguna manera, a tolerarlo página tras página, a seguirle los pasos y subyugarnos a su facineroso encanto. Sabemos que hay en él algo diabólico, pero eso mismo nos mantiene atrapados hasta el final de la lectura, que suele ser el final de la vida del personaje: así les ocurre, en el mundo real, a los seguidores reales del tirano. Si entendemos esto entendemos el fenómeno completo de las tiranías, o su parte más compleja.

 © LA GACETA

Juan Ángel Cabaleiro -Escritor.

Algunos clásicos del género

Tirano Banderas (1926), de Ramón María del Valle-Inclán.
El señor Presidente (1945), de Miguel Ángel Asturias.
Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos.
La fiesta del Chivo (2000) de Mario Vargas Llosa.
El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez.
El recurso del método (1978), de Alejo Carpentier.