El premio Nobel de Economía de este año ha sido para tres investigadores del desarrollo, que han vinculado la prosperidad de los Estados, o su ruina, directamente con la política. Los galardonados son Daron Acemoglu, James Robinson y Simon Johnson, quienes han estudiado abundantes casos históricos, radiografiándolos estadísticamente, para concluir que donde el Estado de Derecho no es pleno no hay posibilidad real de generar prosperidad.

“Han demostrado la importancia de las instituciones sociales para la prosperidad de un país. Las sociedades con un Estado de Derecho deficiente e instituciones que explotan a la población no generan crecimiento ni cambios a mejor. Las investigaciones de los galardonados nos ayudan a entender por qué”, sostiene el dictamen de la Academia Sueca de las Ciencias.

El reconocimiento internacional ha vuelto a poner las miradas sobre ¿Por qué fracasan los países?, libro que escribieron Acemoglu y Robinson. La última reedición de editorial Planeta en Argentina data de 2012, durante la “Primavera Árabe”. Esa fecha sirve para poner en contexto un par de cuestiones. La primera es el abordaje de algunos casos, como Egipto.

“Egipto es pobre porque ha sido gobernado por una reducida élite que ha organizado la sociedad en beneficio propio a costa de la mayor parte de la población. El poder político se ha concentrado en pocas manos y se ha utilizado para crear una gran riqueza para quienes lo ostentan”, diagnostican.

Enseñanzas del premio Nobel de Economía 2024

Como contracara, sostienen, “Gran Bretaña y Estados Unidos se hicieron ricos porque sus ciudadanos derrocaron a las elites que controlaban el poder y crearon una sociedad en la que los derechos políticos estaban mucho más repartidos, en la que el Gobierno debía rendir cuentas y responder a los ciudadanos y en la que la gran mayoría de la población podía aprovechar las oportunidades económicas”. En el caso norteamericano, la revolución de 1776. En el caso británico, la revolución “Gloriosa”, de 1688.

Sin embargo, Acemoglu y Robinson no hacen apología de las grandes potencias ni mucho menos las eximen de su responsabilidad en el atraso de otras naciones. “El dominio otomano en Egipto fue derrocado por Napoléon en 1798, pero después el país cayó en manos del colonialismo británico, que tenía tan poco interés como los otomanos en promover la prosperidad egipcia”, sentencian.

Cuando la mirada se posa sobre el África Subsahariana, los ejemplos del fracaso se esparcen dolorosamente. Por cierto: América no estará exenta de la mirada crítica sobre el colonialismo. Ni Argentina tampoco, a la que le dedican el apartado “La fundación de Buenos Aires”.

Dos mundos, una cerca

Un caso más contemporáneo es el de Nogales: una cerca separa el norte de la población, en el Estado de Arizona, Estados Unidos, del sur, en el Estado de Sonora, México. Los indicadores sociales y económicos (nivel de formación educativa, cobertura de salud, ingresos promedio de la población, tasas de mortalidad, acceso a los servicios públicos) son abismales entre un caso y el otro, a pesar de que en materia de geografía y clima son idénticos. “A diferencia de lo que ocurre con los vecinos del norte, la democracia es una experiencia muy reciente para ellos (los del sur). Hasta las reformas políticas del año 2000, Nogales (Sonora), igual que el resto de México, estaba bajo el control corrupto del PRI”, contrastan los autores.

Esencialmente, Acemoglu y Robinson sostienen que hay dos grandes modelos de instituciones dominantes en los países: las “inclusivas”, signadas por el pluralismo y la centralización, y las “extractivas”, que no reúnen estas características. Donde predominen las primeras habrá éxito, donde se impongan las segundas, el extractivismo no distribuirá el progreso sino que concentrará la riqueza en unos pocos. Los pocos que son el elenco estable del poder.

Excepciones a la regla

Aquí es donde resulta oportuno referir a la segunda cuestión en torno del contexto. A tantos años de su publicación, el libro ha sido ya largamente leído, estudiado, analizado y criticado. Los propios autores, en el texto, abordan ejemplos en los cuales se presentan excepciones a la regla. Como el de las colonias caribeñas durante el siglo XVIII, dominadas por un colonialismo extractivista, pero que conocieron la prosperidad gracias al azúcar (ellos sostendrán que cuando se terminó ese negocio concluyó la bonanza).

No menos disruptivo es el caso de la Unión Soviética, dominada por la elite bolchevique. Bajo la conducción de Lenin sufrieron la guerra civil y el “Comunismo de Guerra”. Con Stalin conocieron el totalitarismo sanguinario. El Estado de Derecho, claramente, estuvo abolido. En contraste, cuando 1917 estalla la doble Revolución Rusa, la población del imperio del zar, casi en un 80%, era campesina y analfabeta. Hacía apenas medio siglo que Alejandro II había dispuesto la emancipación de los siervos. Dos décadas y media después, la URSS enfrentaba y derrotaba a Alemania en la Segunda Guerra Mundial y se lanzaba a la carrera del espacio. Los investigadores sostienen que el déficit institucional le puso fecha de vencimiento al crecimiento soviético, como evidenció su colapso en 1991.

Habrá que agregar el caso argentino de la “Década Infame”, inaugurada con el golpe de estado de José Félix Uriburu contra el segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen. El país experimentó un proceso de crecimiento económico sostenido, a la vez que encaró un proceso de desarrollo industrial. Por ese principio de industrialización es que Juan Domingo Perón heredará, a mediados de los 40, un país inédito: una república de masas.

Ahora bien, que resulte complejo encontrar una “ley universal” para la riqueza o la pobreza de los países de ninguna manera impugna la notable obra de Acemoglu y de Robinson. En todo caso, el postulado central de este trabajo bien puede considerarse como un principio crítico respecto del desarrollo de los países, en la lógica de Emanuel Kant. Es decir: si la calidad institucional no es “condición suficiente” para la prosperidad de un país, cuanto menos es una “condición necesaria”. Es como el principio kantiano referido a que toda política debe ser pública para aspirar a ser considerada proba: no es que por ser pública ya es virtuosa, pero si no es pública, no importa su contenido, jamás será buena.

Precisamente, lo inestimable del aporte de Acemoglu y Robinson es que rompen con modelos de alguna manera deterministas, que sí consideraban que había factores geográficos que resultaban condicionantes ineludibles para el desarrollo de los países. A principios de 2000, por ejemplo, eran comunes los documentos de trabajo de los organismos internacionales de crédito que daban cuenta de que la distancia respecto de los grandes mercados, las grandes extensiones territoriales con climas subtropicales y la falta de puertos de aguas profundas eran determinantes en el subdesarrollo.

¿Por qué fracasan los países? acierta también como una instancia que resuma influencias diversas en torno de una pregunta tan sencilla como difícil de contestar: ¿por qué algunos países son ricos y otros son pobres? Es ineludible reparar en La riqueza de las naciones, de Adam Smith, quien en el señero 1776 ya desarrolla tesis y análisis sobre la prosperidad de algunos países. Pero también es imposible sustraerse a Joseph Schumpeter y su postulado, en la primera mitad del siglo XX, respecto de que la democracia moderna es un sistema normado que garantiza la rotación de las elites.

Republicanismo, élites

La obra de los ganadores del Nobel se cierne, inquisidora, sobre la Argentina de los populismos de izquierda y derecha. Durante el kirchnerismo, la respuesta maniquea residía en que “reclamar calidad institucional es de derechas”. Ahora que gobiernan los libertarios, execradores de las izquierdas, proponer a jueces como Ariel Lijo en la búsqueda del albur de lograr el control de la Corte Suprema no es, justamente, apostar por el Estado de Derecho.

Por el contrario, construir repúblicas más sólidas es la mejor inversión que cualquier gobierno puede hacer en beneficio de su pueblo. Y de las generaciones que sobrevendrán.

El análisis para el “pago chico” es no menos inquietante. ¿Por qué hay provincias ricas y provincias pobres? ¿Por qué, dentro de una misma región inclusive, unas progresan y otras no? ¿O unas parecen retroceder mucho más que otras? La cuestión vuelve a poner la lente sobre las élites. Y sobre cuán normada está su rotación en el poder.

¿Por qué fracasan los países?, en síntesis, no es infalible. Pero en esta parte del mundo no ha perdido ni un solo día de actualidad.

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