“Tengo una buena lista de restaurants” le dice Emil Cioran a Abel Posse en París. “¿Restaurants donde se come bien?”, con aparente obviedad, pregunta Posse. “No, pésimo –contesta Cioran-, pero por eso nunca hay gente y a mí lo único que me interesa es un buen lugar para conversar”.
Algo parecido me dijo Juan José Sebreli en nuestro último encuentro en un café. “Vengo aquí siempre porque es uno de los pocos cafés que no tiene televisores. Y a mí me gusta leer y escribir en cafés. Cuando me levanto a la mañana, lo primero que tengo que hacer es fijarme en el diario si hay algún partido importante. El fútbol en la Argentina dirige las vidas de todas las personas, incluso las de aquellas a las que no les interesa nada ese deporte”, dice.
Sebreli, “la bestia negra” de la academiaNo estamos en un café cualquiera sino en el de El Ateneo Grand Splendid. El café está montado en medio del antiguo escenario de lo que alguna vez fue un teatro majestuoso, símbolo del esplendor argentino de principios del siglo XX. En el lugar donde estaban las butacas y en los palcos hay distribuidos 100.000 ejemplares de libros de los más diversos géneros y temas. Lo que se aprecia desde el café se parece a la Biblioteca de Babel imaginada por Borges, un mar de saberes indigeribles en una sola vida para un simple mortal, excepto quizás para el que tengo al lado. Ambos, la librería teatral y el genial ensayista, constituyen metáforas de la condensación del conocimiento humano.
Hace un siglo, el 30 de septiembre de 1924, la voz de Gardel se escuchó por primera vez en la radio. En ese momento nació la leyenda de quien hasta entonces era un artista marginal. Los micrófonos estaban instalados en la radio Grand Splendid, que funcionaba en el mismo edificio del teatro, donde en la noche de ese día, como muchas otras, Gardel cantó frente al público. Nuestra mesa está en ese mismo escenario y Sebreli, como buen iconoclasta, pinchará el mito. “Se apoya en muchas falsedades. Gardel no era un cantor nacional ni popular”, plantea el incorregible aguafiestas.
Siendo uno de los intelectuales que más –y mejor- nos pensó, lo incito a reflexionar sobre el misterio argentino, a identificar esos momentos –o el momento- en que la Argentina se jodió. “Hubo dos intentos de forjar una sociedad democrática en la Argentina –afirma-; uno en 1916, que fracasó porque la línea democrática, la de Lisandro de la Torre, perdió. La línea que triunfó fue la vertiente populista que representó el yrigoyenismo. Otro intento democrático fallido se produjo durante el gobierno frustrado de Ortiz, en el que estaban dadas las condiciones. La muerte de Ortiz, de Alvear y de Justo, seguidas por el golpe del 43, abrieron las puertas a un ciclo militarista que duró 40 años. Allí entran el peronismo y el gobierno de Frondizi, que fue un gobierno civil dominado por los militares. En el 83 hay un nuevo intento, que yo recibí con un optimismo injustificado y que terminó en el 2001. Ahora (en los años del kirchnerismo) estamos en una seudodemocracia”.
Buenos Aires según Sebreli“Mis libros son muy leídos pero en la Argentina siempre triunfa lo que critico”, me dijo esa tarde, de ese año en que yo analizaba –como muchos- la posibilidad de irme del país. No me fui, pienso hoy, porque había alguien como Sebreli que escribía y hablaba, y era leído y escuchado por un grupo de personas que me hacía sentir que no era un extranjero en el lugar en que había nacido. Que valía la pena vivir en un país que tenía a Sebreli y a suficientes sebrelianos, que había esperanza en una nación que no lograba neutralizar a ese moscardón que nos marcaba las inconsistencias tapadas por los excesos de eventuales entusiasmos. Con un gobierno, una coyuntura económica o un triunfo deportivo. Ojo, nos decía, con el fervor malvinero, la fiesta menemista, la hegemonía K, la devoción franciscana, la revancha M, la cuarentena albertista, la euforia mileísta. Con la anestesia de la convertibilidad, con los superávits económicos con déficits institucionales, con la hipertrofiada autoestima mundialista. Ojo con la idolatría, los dogmas y las simplificaciones. Sebreli fue el anticuerpo imprescindible para los desbordes de nuestra egolatría. La voz de la razón frente a la inclinación argentina a la desmesura.
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