Sus permanentes conatos nos confundieron a todos. Jugó con la muerte tantas veces, y otras tantas la burló, que lo supusimos uno de los dioses del Olimpo. Casi lo mismo que aquel semidiós de Fiorito que tanto malversó su fama como su cuerpo. Ambos privilegiados. Ambos trágicos. Desbordados por el talento y la desmesura enfrentaron el mundo con el desparpajo de la omnipotencia autodestructiva. Es que cuando el talento y la desmesura son tan grandes pareciera que el cuerpo deviene un límite pertubador que hay que franquear. O una carcaza que hay que romper. Y la fueron rompiendo, poco a poco, con el martinete sutil y perseverante de las adicciones. La exuberancia de impunidad, que la hubris les hizo gozar de manera engañosa, les fue cobrando cada una de sus cuotas con el rigor y la saña de los usureros; y el saldo final, con la impiadosa sentencia de la muerte certera. Nacidos con pocos días de diferencia —el 12 de septiembre, uno; el 30 de octubre, el otro—, en 1960, pocos fueron los años que los separaron de sus muertes —2024, uno; 2020, el otro. Vidas paralelas, con mucho de esplendor y no poco morbo, que tal vez, un peregrino día, algún “Plutarco” criollo se atreva a escribir.

¿Sabrá Lanata que dejó un país desolado? ¿Es posible que Lanata no supiera que sin él quedamos a la intemperie frente a la arbitrariedad impúdica de los tiranos? ¿Sabrá Lanata que tuvo que morir para que las voces casi unánimes de amigos, enemigos e imparciales le reconozcan su valentía osada frente al poder de turno? ¿Es posible que Lanata no supiera que en cada investigación que llevaba adelante ponía en juego su vida? ¿Sabrá Lanata que reconfiguró para siempre la forma de hacer periodismo político en la Argentina? ¿Es posible que Lanata no supiera que en pleno renacer democrático fuera el artífice de tumbar decúbito dorsal y patas para arriba la molicie conformista del pacato periodismo que heredamos de aquellos años en que nos llovía plomo por izquierda y por derecha?

De lo que tal vez nunca sabrá Lanata es que fue mortal. Demasiado mortal. Cierta vez cuando le pregunté a Santiago Kovadloff cuál era la característica que lo hacía único a Jorge Luis Borges, me respondió con ese tono tan propio de él y tan lejos del lugar común: “Borges es mortal. Nosotros somos inmortales. Quienes leemos a Borges somos inmortales, mientras que él es mortal, ha sido mortal. ¿Por qué ha sido mortal? Porque él ha sido único, él ha sido singular, él ha sabido expresar la singularidad de su ser como muy pocas personas pueden hacerlo. En cambio, la mayoría de nosotros somos estereotipos, nos parecemos unos a otros”. Ese párrafo quedó apuntado en las páginas de LA GACETA Literaria. Hoy lo traigo a colación por su sentido de acuciante oportunidad.

La muerte, es bueno no perderlo de vista, sólo despliega su inapelable designio con los genios, los extra-ordinarios, los únicos. Con todos los demás no puede. Los seres ordinarios se reproducen y repiten incesantemente. Son eternos, sólo cambian de cara, de nombres y de libretos.

Como Borges, Lanata fue único en su singularidad, por lo tanto irrepetible. Supo desplegarse en el arduo mundo de las palabras con la innovación y la originalidad con las que sólo los genios desbordados pueden hacerlo. Y por eso, lo reitero, ha sido mortal, demasiado mortal, entre el enjambre de inmortales que pulularon y pululan intrascendentes por las calles de esta Argentina tan desvencijada como maltrecha.

© LA GACETA

Jorge Daniel Brahim - Ensayista, crítico literario, editor

* Escrito en la madrugada del martes 31 de diciembre de 2024, a las 00.05.