La coincidencia no existe por sí misma. El ser humano la construye, por su obstinada tendencia a dar significado a todo lo que le ocurre, en función de sus deseos y de sus traumas. Esta definición es parte de una teoría de Sigmund Freud, considerado el padre del psicoanálisis. Y aplica en muchas de las cosas que hacemos o a las que nos enfrentamos a diario. Entre ellas el aprendizaje, ese proceso a través del cual se adquieren y desarrollan habilidades, conocimientos, conductas y valores.
Quizás sea un guión inconsciente que llamemos coincidencias a aquellas situaciones que nos suceden. Tendemos a vivir ciertas experiencias, o a estar en determinadas situaciones sin darnos cuenta. Esto induce a pensar que no estamos tan librados al azar como se podría suponer. Tenemos deseos y fantasías inconscientes, lo que va diseñando nuestro destino.
Sobre esta cuestión de coincidencia, destino y aprendizaje, aplica un pensamiento del filósofo alemán Arthur Schopenhauer: el destino de un individuo se ajusta invariablemente al de otro, y cada uno es el protagonista de su propio drama, mientras que simultáneamente está figurando en un drama ajeno a él. Y un aspecto más a considerar: el verbo coincidir tiene cinco acepciones. Hay dos de ellas que le dan forma a la propuesta de este texto: dicho de dos o más personas “estar de acuerdo en una idea, opinión o parecer sobre algo” y “concurrir simultáneamente en un mismo lugar”.
Existe una coincidencia de pensamiento que cuenta con un elevado porcentaje de aceptación: la educación y su consecuencia, el conocimiento, son el germen del progreso, de las mejoras individuales y de los grupos. Formulada esta afirmación, surgen preguntas: ¿cómo coincidir con quienes nos educan para lograr ese grado?; ¿existe coincidencia entre nuestra actitud de aprender con el modo de transmitir de los educadores?; ¿todo educador puede considerarse un faro, una guía, un imprescindible al momento de reconocer que influyeron en nuestro destino?
Partamos de una base: quienes tienen la noble tarea de enseñar, sean maestros o profesores, pueden llegar a constituirse en figuras determinantes en la vida de cualquier persona. Pueden, pero no todos lo logran. Las críticas que se han multiplicado en los últimos años por la pobre formación docente en varios sentidos ante la degradación social han incidido en la formación de esta opinión.
También es cierto que aquellos educadores que se salen del común denominador por lo excepcional de su forma de transmitir conocimiento no siempre son reconocidos por el aporte que hacen a la sociedad. Y no sólo se habla aquí desde el punto de vista económico. Sin embargo, en ocasiones surgen pequeñas luces que iluminan este camino infinito del aprendizaje. Y paralelamente se abre así una caja que contiene agradecimiento eterno.
Sería un acto de injusticia hacer una lista de los educadores tucumanos que quedaron en la historia, o que están en vías de ello, por su contribución social, tanto en el aspecto formal como en el informal. Porque son muchísimos. Porque los hay en todos los niveles, desde los tiempos de los primeros asentamientos de población hasta el presente.
Mención especial para aquellos anónimos que les cambiaron la vida a las personas por el solo acto de transmitirles de forma adecuada sus saberes. Párrafo aparte también para esas personas que se calzaron el ropaje de maestro, o de profesor, sin contar con un título que los avale. Y lo hicieron muy bien. Y lo siguen haciendo, porque esta continua puesta en escena de conocimientos y saberes nos sigue abarcando, en las casas, en la calle, debajo de un árbol o a campo traviesa.
Un caso muy reciente de agradecimiento por el influjo que puede tener un docente sobre una vida se pudo leer en recientes ediciones de LA GACETA. La dio a conocer Viviana Rapisarda, actualmente doctora en Ciencias Químicas, docente de la UNT, investigadora del Conicet y directora del prestigioso Instituto Superior de Investigaciones Biológicas. No nombró a su “profe” de la escuela Normal “Juan Bautista Alberdi”, pero la científica se deshizo en elogios hacia ella. “Tuve una profesora que nos inculcó un amor inmenso por la ciencia. Me mostró cómo la química estaba en todo: en lo animado, en lo inanimado, en cada rincón del mundo”, contó. Hoy Rapisarda es una doctora que trabaja en temáticas que brindan soluciones a sus semejantes en economía, salud y medio ambiente. Nada menos.
La experiencia de Rapisarda es similar a la que tuvimos todos los que hallamos inspiración y guía en un maestro y profesor. Responde al concepto de coincidencia de Freud, ese del destino de un individuo que se ajusta invariablemente al de otro, y que no estamos tan librados al azar como se podría suponer. Se trata de un caso que encuentra miles de espejos a lo largo de la historia, generando una maravillosa cadena invisible que nos enaltece como seres humanos.
Cuando nos centramos en las aulas tucumanas, sea del nivel que fuere la institución, surgen nombres y métodos, corrientes pedagógicas, políticas educativas y contextos sociopolíticos que han marcado nuestra historia. Esto es una feliz coincidencia. Y eso nos debe generar entusiasmo, porque nos demuestra de qué estamos hechos, qué queremos y qué buscamos.
También en LA GACETA surgió hace poco tiempo una valiosa definición brindada por Martín Humberto Rivas, secretario de Gestión Institucional y docente de la Facultad de Derecho. Él le asigna -en este caso, en la educación superior- tanto valor a lo que transmite el profesor como también a la manera en la que el alumno asume la posibilidad del conocimiento. Ahí él ubica la necesidad de una coincidencia. “La mejor motivación es comprender que una carrera universitaria transforma la vida. El esfuerzo de hoy definirá no sólo el futuro profesional, sino también la capacidad de incidir en la sociedad y hacer respetar los derechos de otros. Vincular la teoría con la práctica y generar espacios de debate fomenta el interés y fortalece el compromiso con la formación”, opinó.
Hay correspondencia generalizada a la idea de que el compromiso y la pasión por la educación, que incluso inspire a otros docentes y profesionales, es una autopista abierta a todos. Esto, sin dudas, nace del amor, de la paciencia y de la dedicación que cada uno destine a la tarea. Siempre bajo la premisa de que es posible transformar vidas a través de la educación. La tarea de educar se centra en la curiosidad propia de la inteligencia y en la creatividad de los destinatarios de los conocimientos, bajo sistemas y modos de encarar la tarea que se multiplican. En cualquier caso, la docencia debe tener ciencia, arte y valores morales. Representa un compromiso vital.
Como una proyección que induce a sostener qué felices pueden llegar a ser las coincidencias en el campo educativo, vale un pensamiento de Clotilde Alfonso Doñate, esa innovadora educadora tucumana que dejó una huella en la materia. Ella hablaba de lo fundamental que era respetar los ritmos individuales de madurez intelectual y afectiva. “Los verdaderos maestros no poseen todo el saber. Su tarea no consiste en volcar conocimientos sobre las cabezas vacías; no son tampoco un conjunto de perfecciones sobrehumanas. Deben tener algo más que voluntad y conocimientos didácticos”, dijo. Instaba con estas palabras a alumnos y maestros a aprender juntos. Es decir, a coincidir.