El filósofo y físico Georg Lichtenberg advertía que uno se resiste a hacer un cucurucho para la pimienta con una hoja en blanco, pero lo hace gustoso si la hoja está impresa. Si cada libro promete un mundo, ¿no es la hoja en blanco una promesa al cuadrado? Por eso mismo exige respeto, porque escribir es un acto irreversible. El miedo a la hoja en blanco, o pagblanfobia, es una suerte de bloqueo mental que no resulta incomprensible: es, en cierto modo, un reflejo moral.
Deleuze hizo en el siglo pasado algunas reflexiones laudatorias sobre la hoja vacía que no quisiera dejar de lado. Enfatiza que la constipación creativa es, en realidad, una forma de empacho mental. Para él, el problema es que lo que bloquea no es la falta de ideas, sino su sobreabundancia. Redactar implica, entonces, seleccionar entre todas esas ocurrencias hechas; es también un acto de sustracción. La angustia reside en que lo escrito no se puede borrar. Metafórica y literalmente, suele ser tarde.
Si esto es así, la propuesta de reutilizar volúmenes viejos como papel higiénico no es una herejía. Alexander Todorov insistía en que la memoria necesita del olvido. Recordar implica también soltar. No se trata de una supresión traumática. Pero nadie puede negar que la tercera edición -de dos anteriores sin vender- de los Cuentos filosóficos de Garmendia no está hecha para la gloria intelectual.
Estas reflexiones no surgen ex nihilo. Provienen de la perplejidad que genera el libro de Florian Werner Dark Matter: The History of Shit, que cuenta con traducciones, aunque en este caso me apegaré al idioma original. Ni hablar de los señeros baños de gomería.No tengo pretensiones de novedad: ya en el siglo VI los chinos reciclaban hojas para fines sanitarios, y a la vez establecían sus propias normas. Como consta en Wikipedia, en el año 589, el oficial académico Yan Zhitui (531-591) escribía sobre el uso del papel: “El papel sobre el que están escritas anotaciones o comentarios sobre los Cinco Clásicos, así como sus dichos, ese papel me cuidaré mucho de emplearlo en propósitos del cuarto de baño”. Es decir, cuando se presentaba la situación de que Lao Tsé, Confucio, Mencio, Zhuang Zi, Sun Zi, Xun Zi o Han Fe estaban en juego, desistía y solicitaba bibliografía secundaria. Bien por Yan.
La misma fuente señala que impresión y letrina no volvieron a cruzarse. Los romanos usaban una esponja; los antiguos griegos -he aquí un dato vasoconstrictor- recurrían a piedras o arcilla cerámica, de izquierda a derecha y raspando. El rollo higiénico es una monstruosidad reciente. Fueron los hermanos Scott quienes le dieron su forma definitiva.
No se trata de agarrar cualquier obra para este uso alternativo. Recordemos que ya en China había códigos: se deben preservar incunables y primeras ediciones. Se abre así un campo de debates entre académicos y camiones atmosféricos. Sin duda, esto también llevaría a valorar la materialidad del libro -los ebooks serán una sombra inútil-. Además, se pondrían en juego propiedades que suelen pasar desapercibidas. Por ejemplo, se discutiría con vehemencia entre un volumen sesudo pero rugoso, y otro más liviano pero blando. Calmaría, a su vez, el síndrome de la hoja vacía, porque no deja de ser un consuelo saber que su destino puede ir por otro lado.
Filosóficamente, me atrevo a decir que esto resuelve -a su manera- el problema cartesiano de la comunicación entre sustancias. No se debe despreciar que los textos conserven la chance preciada de recibir una última atención. Incluso, por qué no, su mejor lectura, gracias a condiciones de concentración inigualables. Esta es una dignísima partida. Serán más necesarios que nunca, y más sentidos de lo que jamás fueron.